Jorge Morejón
Espn.com
No importan las diferencias políticas que hayan llegado incluso al borde de desatar una guerra nuclear. De nada valen las ideologías distintas, capaces de fomentar odio entre pueblos y gobiernos.
A pesar de todo ello, los caminos de Estados Unidos y Cuba siempre han tenido un punto de encuentro, propiciado por el béisbol.
No pasaron muchos años desde que se inventara el juego en el Norte para que en Cuba, todavía colonia de España, se abrazara con la misma pasión de sus creadores.
Fue tal el furor con que comenzó a vivirse el béisbol en Cuba que las autoridades coloniales españolas prohibieron el juego, pues los independentistas aprovechaban las concentraciones de público que asistía a los partidos para conspirar.
De hecho, fue la isla en 1878 el tercer país en tener una liga organizada, después de Estados Unidos y Canadá.
Pero muy pronto el nivel de juego en Cuba superó al de los canadienses, limitados en su desarrollo por los crudos inviernos.
Desde finales del siglo XIX, los equipos estadounidenses pusieron sus ojos en la mayor de Las Antillas, donde el clima era mucho más benévolo y el rápido desarrollo alcanzado por el deporte en la isla propiciaba buenos topes con los peloteros norteamericanos.
La primera visita de un equipo estadounidense se remonta a 1879. El Worcester, que un año después sería afiliado a la Asociación Nacional, se convirtió en el primer equipo profesional norteamericano en viajar a Cuba, aunque no existen reportes de cuántos juegos celebraron, ni sus resultados.
A partir de ahí y hasta 1959, el año en que Fidel Castro llegó al poder, la presencia de novenas norteamericanas era habitual, ya para realizar sus entrenamientos primaverales o para efectuar series de exhibición ante conjuntos isleños.
Los mejores peloteros de las Grandes Ligas pasaron por Cuba en las primeras seis décadas del siglo XX. Babe Ruth, Ty Cobb, Christy Matthewson, Ted Williams, Willie Mays, Jackie Robinson, Sandy Koufax, Johnny Mize, Roy Campanella y Duke Snider fueron algunos de los más encumbrados peloteros que pisaron los terrenos de la isla.
Y antes de 1947, junto a los mejores exponentes del patio, jugaban a la par las estrellas de las Ligas Negras, como James «Cool Papa» Bell, «Talúa» Dandridge, Oscar Charleston y Raymon Brown.
Momentos memorables quedaron a lo largo de tantos enfrentamientos.
En 1908, los Rojos de Cincinnati efectuaron 11 partidos ante los clubes Habana y Almendares, los que mayor rivalidad despertaban en la liga profesional cubana.
Entonces se jugaba en el Almendares Park y fue ese el escenario en el que comenzó a tejerse la leyenda de José de la Caridad Méndez, un muchacho de 21 años que luego brillara en las Ligas Negras hasta llegar al Salón de la Fama de Cooperstown.
Méndez, del equipo Almendares, enfrentó tres veces a los Rojos y le propinó 25 escones, con 24 ponches propinados y apenas ocho hits permitidos.
A partir de ahí, al derecho cubano se le conoció como El Diamante Negro.
En 1910 llegaron los Atléticos de Filadelfia, campeones de la Serie Mundial, y los Tigres de Detroit, con su estelar Ty Cobb.
Con todo y su corona en el clásico de octubre, los Atléticos cayeron 5-2 ante los pitcheos del Diamante Negro, que un año después los blanqueó 4-0.
Pero Cobb fue la sensación del momento, por su tórrida ofensiva y su irascible temperamento.
En uno de los partidos agredió al cátcher del Almendares, Gervasio González, molesto porque este no soltó la pelota y lo puso outs a pesar de un duro deslizamiento en el plato.
El incidente requirió la intervención de las autoridades, tras lo cual el Melocotón de Georgia juró que no volvería a jugar con peloteros negros.
Uno de los equipos que más veces visitó la isla fue el de los Gigantes, que en 1911 llegó bajo el mando de John McGraw y con el estelar Christy Matthewson como as de la lomita.
El derecho de los Gigantes ganó tres juegos en la serie y perdió uno, justamente frente a Méndez, a quien la prensa estadounidense comenzó a apodar el «Matthewson negro».
Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el autor de una frase que recoge la grandeza del lanzador cubano. Presumiblemente fue McGraw, el Pequeño Napoleón, quien dijo que si tuviera a Méndez junto a Matthewson, antes de septiembre aseguraban el campeonato y podrían irse a pescar mientras esperaban por la Serie Mundial.
Los Gigantes regresaron en 1920, con un refuerzo de lujo en sus filas: Babe Ruth.
El empresario y promotor cubano Abel Linares negoció pagar 20 mil dólares por la presencia de Ruth, que venía de disparar 54 jonrones con los Yankees de Nueva York ese año.
Ruth terminó la serie con promedio de .345, con diez hits en 29 veces y par de bambinazos y los Gigantes ganaron seis de nueve juegos, con dos derrotas y un empate.
Fue tal el éxito de taquilla que generó la presencia del Bambino, que Linares convenció a otro promotor, Juan Lageyre, para que le pagara tres mil dólares adicionales por un juego extra en Santiago de Cuba.
En una de las dos derrotas de los Gigantes sobresalió Cristóbal Torriente, también inmortalizado en Cooperstown junto a José de la Caridad Méndez.
Torriente disparó tres cuadrangulares y un doble en un partido el 6 de noviembre. Cuando los periodistas le preguntaron sobre su gran actuación, cuentan que el cubano dijo «Señores, no me entrevisten a mí, pregúntenle a Babe Ruth que da jonrones todos los días; los míos fueron de casualidad».
La última vez que los Gigantes toparon con equipos cubanos fue en 1937 y contaban en sus filas con dos jugadores del patio: Tomás de la Cruz y el legendario Adolfo Luque, primer latino en participar en una Serie Mundial (1919 con Cincinnati), quien se encontraba ya retirado, pero fue invitado por el equipo.
Pero ni De la Cruz como abridor, ni Luque como relevista, pudieron frenar a un equipo cubano formado por peloteros de los diferentes clubes de la liga profesional, que se impusieron 7-3 en el primer juego.
Nueva York perdió dos juegos más ante Habana y Almendares, antes de ganar un choque ante el club Fortuna, de la Unión Atlética Amateur.
Volvieron a enfrentar al Almendares, que contó con el apoyo desde las tribunas del ex campeón mundial de ajedrez José Raúl Capablanca.
Los Gigantes perdieron por cuarta ocasión a manos de equipos profesionales y un día después enfrentaron a una selección de los distintos clubes.
El manager Bill Terry envió a la lomita al inmortal Carl Hubell, quien tuvo como rival nada menos que a Luis Tiant Sr., el padre del que fuera una estrella de los Medias Rojas de Boston en los años 70.
Hubell estuvo impecable y Nueva York se impuso 7-3, pero en un nuevo desafío ante las estrellas cubanas, tras 12 innings de lucha, las partes acordaron un empate a una carrera.
Los Gigantes regresarían luego a realizar sus entrenamientos primaverales y topar con otros equipos de Grandes Ligas que estaban en funciones similares, pero nunca más jugaron contra clubes cubanos.
Los Dodgers, entonces basados en el barrio neoyorquino de Brooklyn, y los Rojos fueron los dos últimos equipos de Grandes Ligas en visitar Cuba para sus entrenamientos, en 1959.
La isla vivía momentos de gran efervescencia política, tras la llegada al poder de Castro, quien dos años después eliminó el profesionalismo en el deporte.
Y 40 años después llegaron los Orioles de Baltimore, que ganaron a la selección amateur cubana en el estadio Latinoamericano, pero luego perdieron cuando los antillanos le devolvieron la visita dos meses después.