¡Volvamos al festival!

¡Volvamos al festival!

POR FERNANDO CASADO
La institucionalización de festivales es una vía propicia, ideal al encauzamiento y exposición espléndida de talentos y vocaciones de cualquier orden. De otro modo correrían el riesgo de diluirse non-natas, sin haber alcanzado la oportunidad de desarrollar una presencia útil y merecida, con la suficiente trascendencia, para llenar el papel justo en el fortalecimiento cualitativo de la sociedad. Esta implícito en ello un mejor ser social, un arte de mayor elevación estética y una sociedad culturalmente mejor servida.

Si mejoramos el arte, mejoramos la sociedad. Si avanza la sociedad, estamos construyendo otra Nación. La Nación que merecemos. La Nación soñada. La Nación del futuro. Tan importante como obligado es el soporte decidido que como institución, la Secretaría de Cultura asume para propiciar el desarrollo del arte, en este caso en términos de la canción popular, que tan hermosos y espléndidos resultados sembrara en aquellos festivales pasados, cuya huella permanece aun vibrante en sus emblemáticas canciones, sus intérpretes afamados, sus músicos históricos, sus consagrados arreglistas, sus compositores eternos, quienes conforman hoy en día la raíz saludable del atrevido creador de la competitiva música de estos tumultuosos tiempos.

 Es hora de recoger y conjugar toda esa legendaria herencia de grandes y vigorosos creadores, exquisitos cantores y nobles expresiones inolvidables, que como «Por Amor», huella profunda de aquel «Primer Festival de la Canción Dominicana», o la dramática leyenda de voz inalcanzable del excelso Eduardo Brito a quien dedicamos este Festival de la Canción, por sí solos, confirman eternamente el valor universal del talento y la creatividad dominicana.

El camino del hombre al través de la historia, desde la misma creación, ha estado determinado por el esfuerzo agresivamente instintivo de ser mejor, de ser superior. Sus pretenciosos afanes se manifiestan en estridencias impudorosas que distorsionan, a veces, su hegemónico y privilegiado papel sobre la tierra, lastimando la esencia de rígidos conceptos inefables, intentando ser su propio Dios.

El motor impulsor del ser humano ha sido y es, la inevitable vocación antropológica de competir, imponerse y triunfar. Así ha construido la humanidad este mundo de esfuerzos y metas en que vivimos, desde la ferocidad primitiva hasta el poder, y como consecuencia de ese impulso, inherente a la condición de su propia naturaleza, hoy luchamos y nos esforzamos todos nosotros por levantar el canto, elevar al hombre y consolidar un sueño de Nación Engrandecida y Noble, que nos va costando, al través de la historia, el sacrificio enorme de tantos sueños, tantos soñadores, tantos mártires y tantos héroes.

Cada esfuerzo personal deja de ser particular cuando logramos ser mejor que ayer, y más espléndido y elocuente, cuado logramos mañana ser mejor de lo que fuimos hoy, porque con ello estamos contribuyendo, en alguna proporción, a mejorar la humanidad toda, la calidad del hombre del momento y el lugar en que hemos nacido y escogido para nuestros hijos, afectos y amores. Competir ha hecho de la tierra casi un barrio de vecinos, por ello, hoy somos más conocidos y hasta apreciados, por la sonrisa bondadosa y los batazos de Ortiz o de Pujols, que por el privilegio divino de ser el lugar y el momento donde sembró la historia los primeros latidos de un Nuevo Mundo, o que, paradójicamente, los versos encantados que trinan: «Por amor se han creado los hombres» se conozcan más «en la faz de la tierra», que el sagrado grito libertario «Quisqueyanos valientes, alcemos nuestro canto con viva emoción»: legado procero de Prudhome y Reyes.

Hemos estado vendiendo una imagen equívoca de país fiestero, de cintura frívola. Somos y lo sabemos, algo más que sabrosos merengues y lascivas bachatas. Somos la cuna cantora de las primeras voces y ritmos que despertaron en aquel Nuevo Mundo. El bien formado músico del siglo XVI Diego Bartolomé Risueño, con su temprana escuela de música en nuestra empedrada Santo Domingo, anidando, como palomas silvestres, versos solitarios entre los arcos y ecos de campanarios vírgenes y bandolas nostálgicas, inicia una estirpe de tradición que nos honra hasta nuestros días. Desde aquellos marineros temerosos, quienes junto a Cristóbal Colón perturbaban el silencio oceánico de las tardes en aquella intranquilidad incierta y abismal, elevando la Salve Regina, implorando misericordia a Dios en un mar inconocido, en aquellas Carabelas atormentadas por el oleaje encrespado, que estrenaría furioso en la violencia cataclísmica de las iras indianas y el coraje terco de la conquista, el ropaje del superhombre de una nueva historia; hasta cinco siglos después, cuando se abren inmensas las manos del cielo para honrar al Bienvenido de pensamiento alado, con el signo glamoroso que su nombre encierra y su coral de Salves de manos con el tiempo, y junto a otra heroína, como la codiciada Helena que desbocara Troya, nos siembran en el alma para siempre, con la fuerza incontenible de la voz y el genio, las tristezas y temores de aquel mar de incertidumbres, trocándolas en alegrías y requiebros hermosos, cuando tararean: «Viene la luna, la luna bella y acompañándola vienen miles de estrellas» o «Que bonitas son…Qué bonitas son…¡Que bonitas son!.. Las flores por la mañana.

Pasan 23 largos años desde aquel último e ignorado Festival de la Canción Dominicana, y cuatro décadas de silenció imperdonable, desde que Rafael Solano y Niní Cáffaro convirtieron nuestra música en una enorme bandera universal que hemos paseado con orgullo de niños por el Mundo, gracias a los frutos imperecederos de aquel fabuloso encuentro entre el talento y la gloria.     

Construyamos y honremos de nuevo el tablado hermoso donde vibren los héroes del gran escenario del mañana. Dibujemos alas y notas sobre las huellas y las esperanzas de esta generación abandonada y dejemos que con sus voces, su poesía, su música y su talento continúe la historia su coral de siglos.

Desde aquellos centelleantes areítos y los primeros cantores anónimos que adornaron de serenatas, amores y romanticismo las madrugadas nostálgicas de la aventura, como aquella legendaria Isabel, la negra esclava de desbordado talento, que hizo exclamar a Méndez Nieto con orgullo, ser «la mejor voz de todas estas Indias», tocadora de arpas y órganos, treinta años antes de que Teodora y Micaela Gines y aquellos madrugadores de bandolas conquistadoras, sembraran el Son Caballero en el corazón del Santiago cubano, hasta los que hoy pasean por el mundo, con nuestra música en el alma como una bandera, el hecho feliz de haber nacido, como todos nosotros, dominicanos. ¡Volvamos al Festival!

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