“Al ver la nave zozobrar perdida…”

“Al ver la nave zozobrar perdida…”

El 27 de septiembre de 1908 un huracán de categoría 1 (escala de Zaffir-Simpson), advertido aquí por la Receptoría de Aduanas, pasó por el mar Caribe a unos 180 Kms. de la ciudad de Santo Domingo provocando una prolongada tormenta atmosférico-marina (llamada localmente Tormenta de San Cosme) que duró cuatro días a partir del 26 de septiembre y que causó múltiples daños en el antiguo malecón Presidente Billini (inaugurado en 1904) y en el ingenio La Francia situado cerca de la ribera oriental del río Ozama.

Además, coincidió, de manera interesante y según referencia del Ing. Juan U. García Bonnelly (en “Las Obras Públicas en la Era de Trujillo”), con un sismo sentido aquí en la capital a las 6:45 p.m. y en Curazao, que causó un derrumbe en el acantilado próximo al promontorio rocoso Peña Redonda, cercano a la playita del Matadero Municipal, ocasión en la que también fue observada una rara oscilación del nivel de las aguas del Ozama.

Un intenso oleaje, sobrecogedor, se apoderó del Placer de los Estudios en la mañana del día 27, tal como fue apropiadamente descrito en un reportaje del trágico episodio (en fragmentos): “El mar es de fondo. La agitación no está solo sobre la superficie. La rompiente se alza a veces hasta los techos de las últimas casas de la Calle 19 de Marzo, y deposita en ellos arena. Además, el cadáver que orrojó ayer tarde un hombre…desollado en todas partes…es prueba indiscutible de que la agitación llegó hasta las más profundas capas de agua…”.

En este infernal escenario quedó atrapada, cerca de las 10 a.m., la balandra pesquera La Aurora cuando trataba de alcanzar la seguridad del puerto. Ante una multitud angustiada, impotente, que desde el malecón contemplaba la dramática escena, la pequeña embarcación zozobró dejando a tres de sus tripulantes, agarrados a un madero, flotando en las turbulentas aguas.

El oleaje los trajo, poco a poco, a los escarpados acantilados en uno de cuyos riscos un grupo de rescatistas voluntarios, “toreando” las furiosas olas, trató de auxiliarlos utilizando una soga, heroico intentó que quedó frustrado al morir ahogados y destrozados en las filosas peñas los infelices náufragos y al ser arrastrados hacia el mar siete de los rescatistas por efecto de las olas y, paradójicamente, por la misma soga que manipulaban para salvar a los primeros, triste acontecimiento descrito mejor con palabras del momento: “…Los heroicos auxiliantes no desisten de un empeño y en un momento de confusión, viene otra ola de extraordinaria fuerza y derriba a siete de aquellos intrépidos varones quitándoles la vida y sepultándolos en los abismos del océano con insólita fiereza”…

A estos héroes la ciudad, impactada y enlutada, les rindió merecido honor con la construcción de un monumento conmemorativo, un cenotafio, en forma de columna de estilo jónico que fue erigido sobre las rocas y cerca del lugar de la tragedia, obra que fue iniciativa de los distinguidos ciudadanos Abelardo Piñeyro, José Peguero hijo y Félix Lluberes hijo, y que estuvo bajo diseño y construcción del ingeniero Osvaldo Báez.

Llamado Columna del 27 de Septiembre, y también Columna o Columnata de los Mártires, tenía en su base una lápida encabezada por un “In Memoriam” y los sencillos e inolvidables versos de don Federico Henríquez y Carvajal “Al ver la nave zozobrar perdida/ un noble rasgo les costó la vida”, seguidos por los nombres de los valientes perecidos: José Cuevas, Casimiro Almonte, Eusebio Lugo, José Maíz, Miguel A. Veloz, Miguel Pérez hijo, y Juan Ramón Mandía. (La palabra “rasgo” en el segundo verso fue la que estuvo en la lápida original y no “gesto” como casi siempre se escucha. Para Francisco M. Veloz en su obra “La Misericordia y sus Contornos, 1894-1916”, fueron ocho los rescatistas abogados, incluido el puertorriqueño Hilario Ramírez).

El sólido monumento ha resistido con estoica entereza los embates del mar y de los ciclones. Hoy es un memorial solitario, inadvertido, deslucido, pintado impropiamente, mutilado por haber perdido la corona de laurel que anillaba su grueso vástago y que le daba lógica expresión funeraria; es un “viejito” que espera del Ayuntamiento o quizás de los nuevos dueños de Sans Soucí que lo restauren debidamente para poder celebrar de manera honorable su centenario.

La ciudad y los valerosos hombres que allí perdieron la vida tratando de salvar la de otros merecen este hermoso y noble gesto.

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