Madrid. EFE. Llegó el día anunciado: ha cerrado sus puertas El Bulli, después de haber ocupado durante varios años el lugar de honor, el más alto, en muy distintos rankings de restaurantes de todo el mundo: El Bulli fue, según esas guías y listas, el mejor restaurante del planeta. Y ya no está abierto.
No está abierto… como restaurante. Sí como lo que ha sido siempre: un laboratorio donde se experimenta con el gusto, con la cocina. Pero un laboratorio en el que los cobayas eran voluntarios: eran los propios clientes, que sabían a lo que iban, y sabían, salvo los despistados de siempre, que no iban a un restaurante convencional.
El Bulli era una provocación, un desafío, un experimento continuo. No se engañaba a nadie, pero nada era lo que parecía, ni lo que se decía que era. Eran… versiones muy personales de otras cosas, siempre en cantidades homeopáticas.
Variedad. Un menú de los últimos diez años de El Bulli era una sucesión de treinta o cuarenta bocados, que, por supuesto, no tenían por qué gustar todos. Pero entre tantos, alguno gustaría. Y así era.
El problema estuvo en que en El Bulli hubo, estos años, de todo menos crítica. Ningún crítico se atrevió a poner en cuestión el trabajo de Adrià, tal vez por temor a ser tachado de ignorante. Sólo en los primeros tiempos escritores gastronómicos del prestigio de los catalanes Néstor Luján, Luis Bettónica o, sobre todo, Xavier Domingo, osaron atacar la cocina innovadora del entonces joven Adrià. Ahora, al cierre, lo ha hecho Fernando Sánchez Dragó, pero sin visitar jamás el restaurante, por lo que su opinión no cuenta.
Y es que ésa es otra. De pocos lugares se ha hablado tanto sin conocerlo como de El Bulli. Ha acogido, de media, ocho o nueve mil comensales al año. Si no se hubiera repetido ninguno, eso hace un total de unos doscientos setenta mil. Pero muchos eran quienes repetían, pese al mito del millón de nombres en lista de espera.
Sucede que si de algo estaba sobrado El Bulli era de hagiógrafos, exégetas y turiferarios, de esa corte de pelotas y palmeros que crece siempre en torno al poder. Sinceramente, creo que se han sacado las cosas de quicio, y se ha querido edificar otra cosa sobre lo que sólo era un restaurante. Al final… pues eso: resultó que el aroma más perceptible era el del incienso.
Ése ha sido el único problema de El Bulli y de Adrià: ha faltado la discusión, la crítica, la duda. Todo era maravilloso. Pues no. No lo era, miren ustedes. Pero a ver quién era el osado que lo decía.
Legado. Adrià tiene muchísimo mérito. No le gusta, o al menos eso era al principio, que le llamasen genio: él creía en el trabajo diario. Enseñó al mundo que la cocina española iba más allá del gazpacho, la paella y la tortilla de patatas… pero su cocina era suya, no era la cocina española. Ha creado artilugios culinarios de los que quizá alguno termine incorporándose al ajuar doméstico; ha integrado en su cocina ingredientes y productos que hasta ahora eran privativos de la industria alimentaría. Y para muchos será siempre quien deconstruyó la tortilla de patatas.
De momento quede nuestro reconocimiento a quien eligió una vía propia, difícil, para triunfar en la cocina. Si triunfar es lo mismo que hacerse mundialmente famoso, Ferran Adrià ha triunfado.