“El espejo de Babel” de Luis Oscar Brea Franco

“El espejo de Babel” de Luis Oscar Brea Franco

POR LEÓN DAVID
En el firmamento de la cultura dominicana contemporánea, -donde escasea la lucidez, arrecia el desaliño y perpetra la simulación intelectual insoportables bagatelas-, la figura del pensador Luis Oscar Brea Franco, solitaria, magnífica, resarce al lector exigente, -al que todavía se encomienda a los prestigios de la rigurosa reflexión-, de tanto fárrago y hojarasca que la infatigable ligereza de los ideólogos de nuestra casta y solar suele infligir a cuantos cometen la imprudencia de aventurarse en sus escritos.

Es, en efecto, materia de envidia y de perplejidad comprobar cómo el autor de El espejo de Babel, haciendo alarde de portentosa capacidad de condensación, acierta a plantear de manera bizarra, persuasiva, cautivante, su criterio –no por taxativo menos acrisolado- en cada uno de los ciento ochenta brevísimos ensayos compilados en el libro que la benévola deidad de la fortuna ha puesto en manos del lector.

El más despreocupado merodeo por entre los temas, críticas y provocaciones que estas páginas atesoran bastará –si al cabo estoy de lo que pasa- para que quienes se rehúsan a condescender a las penurias de la mediocridad, descubran al genuino filósofo, a esa inteligencia cultivada y poderosa para la que el ejercicio cotidiano de la meditación es, antes que desempeño académico u obligación profesional, opción de vida irrenunciable. 

Porque –en ello va nuestro crédito- es imperioso incluir a Luis Oscar Brea Franco en el selecto número de mentes cogitabundas capaces de acuñar en el dominio de las ideas, dominio tantas veces menoscabado por analistas librescos y anodinos, su numisma propio. Si damos por buena la observación de Schopenhauer cuando, con apodíctico ademán, sentenciaba que “La señal característica de todo espíritu de nivel superior es que sus juicios son siempre de primera mano. Todo lo que anticipan es el resultado de su propio pensar y se manifiesta de modo evidente en la manera misma de expresar sus pensamientos. Poseen, como los príncipes, un poder directo en el reino del espíritu…”, si, repito, acogemos como dignas de crédito las palabras del incisivo cerebro que acabo de citar, sólo temperamentos refractarios a los primores del diáfano argüir podrían reprocharme que incorpore al autor de estas páginas sólidas y atrevidas a la aristocrática estirpe –casi en vías de extinción en nuestro país- de quienes, en opinión del gran filósofo alemán, usufructúan “un poder directo en el reino del espíritu.”.

Hoy, cuando una caterva de plumas imperdonables y mínimas atropella al lector con tópicos, trivialidades y languideces de ínfimo género, fruto adocenado de inteligencias en agraz para las que el intelecto consiste, antes que en oficio de verdad y culto a la perfección, en uno de los más ostensibles rituales de la pedantería, hoy, en medio de esa barahúnda de vacuas voces, contar con un humanista de formación cabal, de erguido pensamiento y actualizada erudición, como es el caso del autor de El espejo de Babel, es raro privilegio que las personas inclinadas a la sopesada introspección no dejarán ni por un instante de encarecer y valorar.

Excedería con mucho el propósito de una modesta presentación como la que ahora borrajeo, ponderar las copiosas bondades de los ensayos reunidos en estas páginas, ensayos que, para ser rendidamente aquilatados, cual lo reclama su indiscutible brillantez, requerirían los servicios de una pluma harto más clarividente que la mía.

Sin embargo, en aras de librarnos de la perturbadora sospecha de que lo afirmado en estos renglones sea producto espurio de un talante propenso al elogio atolondrado, no creo inoportuno referirme a punto largo a cuatro virtudes señeras del escrito que, acaso la justificada euforia que su lectura provocara unida a una reprensible ausencia de comedimiento en lo atinente a mi capacidad apreciativa, me indujeran a prologar.

Para empezar, dificulto que el lector familiarizado con las obras supremas de la literatura sapiencial no me conceda la razón cuando me oiga sostener que una de las más notorias cualidades de los artículos que aquí comento es el hondo calado intelectual, la agudeza, la penetración de un pensar que va directamente al blanco, que hace diana en el centro de la cuestión que el espíritu, siempre alerta e inconforme, se ha propuesto dilucidar. Henos, pues, ante un pensamiento de atlética complexión, que no hace concesiones a los convencionalismos y fórmulas en boga, y que, desde las intransigentes trincheras de la ironía, desenmascara las ilusiones tranquilizadoras al tiempo mismo que, empuñando la tizona de la dialéctica, la emprende contra los protocolos de la apariencia y de la falsedad.

Empero, por rutilante que sea la inteligencia y fornido el músculo de la especulación, el resultado de cualquier empresa inquisitiva se vería penosamente disminuido de no arraigar la cavilación en el fecundo suelo de un vasto, plural y bien asimilado conocimiento. Y es ésta la segunda virtud cardinal que sale a nuestro encuentro apenas decidimos echar una ojeada a las páginas de El espejo de Babel. La competencia y seguridad en el manejo de los más sutiles matices conceptuales, la poblada documentación que de lo sucintamente argumentado se colige y ofrece soporte a la elaboración de las ideas y a la abrumadora consistencia de los juicios, la actualizada administración de doctrinas, textos memorables y conflictivos temas, si de algo dan testimonio es de que el autor de los ensayos de marras es una mente ilustrada, un erudito de alto coturno, de esos que saben utilizar el conocimiento para pensar y no pensar para exhibir conocimientos.

A los dos atributos mencionados en los párrafos que anteceden, es menester adunar una tercera excelencia que hace de los escritos de Luis Oscar Brea Franco manjar apetecible para el intelecto ávido de enjundiosas nociones. Me refiero a la claridad expositiva. Pues no sólo es versado y acucioso y sólido el pensador, sino que lo es –proeza excepcional- acudiendo a un lenguaje llano, que roza en ocasiones el modo coloquial, que esquiva tecnicismos y ampulosidades, (estrategia elocutiva que diera la impresión de querer demostrar que la dignidad filosófica no tiene por qué estar reñida con la lisura y la sobriedad de la expresión y que, por contraste, el enunciado oscuro, retorcido, intrincado no es indicio de profundo saber sino de confusión y afectada manía).

Y last but not least, como acostumbran decir los sajones, está –cuarta virtud- la impresionante, la turbadora variedad de asuntos a los que nos convida la pluma esclarecida y rigurosa de Brea Franco. En las cinco partes o secciones en que se hallan recogidos los ciento ochenta ensayos de El espejo de Babel, el lector no podrá dejar de topar con cuestionamientos sorprendentes, hipótesis inquietantes y demoledores juicios críticos que, unos más que otros, dependiendo de los intereses y preocupaciones del que a ellos se arrime, obrarán a modo de ariete que rompe los portones tras los que suelen estancarse las aguas del amodorrado raciocinio. Temas del urgente e inmediato acontecer político, aspectos cruciales de la vida económica, reflexiones sobre los paradigmas culturales y los comportamientos de la gente común, asuntos que tocan los graves y eternos problemas de la metafísica, el arte y la literatura universal, y siempre, desde una perspectiva esencialmente desencantada –mas no por ello horra de esperanza ni de combativo talante que apunta a un mejor porvenir-, la admonición, la fundada propuesta, la provocación, la exhortación, el aguijonamiento… Porque lo peor que puede ocurrir a un ser humano es permitir que, por desidia, se aletargue su espíritu.

Remedio para contender contra la pereza mental, triaca que nos defiende de la ponzoña de la trivialidad y la estupidez, vacuna contra el virus letal de una civilización obesa de conocimientos y flaca de sabiduría, he aquí, lector amable, lo que estos ensayos proporcionan. Léelos en el orden que consideres conveniente. Como sucedió conmigo, aprenderás mucho, muchísimo sobre ti y sobre lo que te rodea.

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