Si la comedia Glorious, la peor cantante del mundo, no estuviera basada en una historia real, la de Florence Foster Jenkins, bien pudiera ser considerada como una comedia fantástica de evacsón, cuya historia extravagante, solo podía ocurrir en el teatro. Pero la realidad a veces supera toda ficción y Florence Foster ha sido considerada como una mujer de voluntad, perseverante, que desoyendo las críticas y solo escuchando los aplausos que en su imaginación y en realidad recibió, decidió convertirse en una diva del Bel Canto, sin tener talento ni condiciones vocales.

Pero la voluntad no siempre es suficiente para lograr objetivos, y ahí entra en juego otro elemento bien utilizado por Florence, el dinero, heredado de su padre, que como se suele decir mueve montañas, adhesiones, simpatías y tolerancias como las de la high class, que la acompañaba en sus insufribles recitales y galas benéficas.

Su último gran reto fue su increíble presentación en 1944, en el Carnegie Hall de New York, que constituyó un rotundo éxito. Cuentan las crónicas de la época que el teatro estuvo lleno y en sus alrededores se congregaron miles de seguidores de la diva. Este fenómeno solo puede explicarse en el afán de escapismo y diversión de una sociedad agobiada por los efectos de la guerra mundial.

La pieza teatral del inglés Peter Quilter, sitúa la acción en ese último periodo de la cantante; el texto insustancial, carente de estructura teatral, esboza el encanto y liviandad de esta mujer y sus excentricidades. La puesta en escena de Carlos Espinal tiene un desarrollo lineal, sin grandes aportes a la teatralidad, sin lograr articular un discurso independiente que subsane la trivialidad del texto.

Humor. El humor presente siempre, logra en gran medida el objetivo principal de la comedia, hacer reír o sonreír a los más exigentes. El ritmo lento de la acción, los parlamentos repetitivos, el ir y venir una y otra vez de los actores y escenas que rayan en el absurdo como aquella del enterramiento del perro, con un pretendido elemento sorpresa, alargan innecesariamente la obra.

Actuaciones. El espacio lúdico creado por los actores, tiene diferentes niveles. Cecilia García interpreta a Florence, papel que le viene de maravilla. Con marcada y convincente afectación proyecta el rol, alcanzando sus mejores momentos y con ellos los diferentes climaxs de la obra, al cantar con tal desafinación, que el público impávido como aquel del Carnegie Hall, queda seducido por su talento. Y es, que nada es más difícil para una cantante desafinar, cuando se posee afinación. Pero además la gracia de Cecilia cautiva, cuando para desgracia de todos canta Clavelitos, asumiendo torpemente, la movilidad y el gesto de una cantaora.

El rol de Cosme MacMoon el pianista acompañante, realista pero a la vez oportunista, resulta simpático y encuentra en la actuación orgánica de Dante Cucurullo, un excelente intérprete. Ciertamente nos asombraron las dotes actorales de este excelente músico sinfónico. La escena teatral podría convertirse en su nuevo hábitat.

El papel de Dorothy, la incondicional y alabardera amiga de Florence, es un personaje extremadamente superficial, que encuentra correspondencia en la manida actuación de Lillyanna Díaz. St Clair -el amigo de Florence- de igual condición, es interpretado por Cuquín Victoria, humorista que cuando asume un rol teatral lo convierte en Cuquín, y esta vez no ha sido la excepción.

Absurdo por demás pero entendible, dentro del embrollo, es el personaje de María, la insolente criada francesa, la actuación de Crystal Jiménez Vicens, es buena, es mucho lo que se puede esperar de ella.

Miss Verrinder Gedge, interpretado por Dolly García, es una especie de conciencia crítica, un agregado con poca sustancia, que genera situaciones jocosas.

Afortunadamente llega el final, el gran triunfo de la diva, de Cecilia, la convierte en La Reina de la Noche, mientras la Risa de Adele, burlona, nos contagia.