Después de la emoción de ver que el Poder Ejecutivo reconoció los 60 años en escena de la actriz Flor de Bethania Abreu con la orden de Duarte, Sánchez y Mella, la Compañía Nacional de Teatro presentó el pasado domingo la obra La batalla de los ángeles, con la dirección de Félix Germán en la sala Máximo Avilés Blonda de Bellas Artes.
La pieza, una parábola alucinante, nos convoca a un ritual de profundo dramatismo, protagonizado por una familia de trashumantes como aquellos actores conducidos por Tespis, que cargan un pesado ataúd, objeto del memorial. Todo es alegórico, cordero y memorial, evocación del poeta asesinado o exiliado Lorca, Machado, símbolos del no olvido, de la esperanza.
La dramaturgia de Gené es densa, desprovista de estructura dramática, pero de abundante erudición que nos conduce a un laberinto de claves y símbolos teológicos.
El ritual inicia con la llegada de la troupe a un lugar lúgubre, espacio recreado por una imaginativa escenografía de Salvador Bergés, cargada de simbolismos, cónsona al texto, y en una visión coherente entre el artista plástico y el director.
El discurso escénico propuesto por Germán apunta a la poética de lo verosímil, a lo posible dentro de la ficción, a la construcción de la obra bien hecha.
El trabajo actoral en su conjunto es convincente, hay emoción en el padre Ernesto Báez que apuesta a la fraternidad. La madre Fifi Almonte es tierna, hacedora de vida, muestra un potencial dramático poco explotado. Los hijos, Decio Gilberto Hernández es una pila viviente, y como tal prodiga calor, a su actuación. Rómulo Wilson Ureña es la manzana podrida, el eterno Judas, Wilson Ureña, logra con este personaje buenos momentos, por igual Ramón Raposo, como Filemón.
Asdrúbal es un personaje de enorme estatura alcanzada producto de torturas de alargamiento, esta condición es lograda con la utilización de zancos, perfectamente manejados por el versátil Johnnié Mercedes. Rómulo resulta fascinante, es un erudito, conocedor de Lope, Calderón, Tirso, intérprete de las citas que clarifican los significados y parlamentos, pero es además, una especie de bufón que produce los intermitentes momentos de humor esperados por el público, que responde en demasía, acostumbrado a ver teatro solo para reírse.
La hija, Gracia es un personaje distante, pero la llegada del amor de Muchacho la hará vibrar. Claudia Moncada y Amauris Pérez logran buenos momentos de erotismo dosificados, muy bien manejados. Las escenas de estos dos enamorados colocan la obra en un tiempo indeterminado, todo es supuesto, enamorarse y procrear ocurre en el ahora, en un instante.
Marquis Leguizamón encarna a López, el comisario, su irrupción en la segunda parte rompe un tanto la poética del espectáculo, pero no por convencional deja de ser atractivamente teatral.
Félix Germán estructura escenas cargadas de teatralidad y belleza plástica, sobresalen la del nacimiento del hijo, un pan, y consecuentemente la eucaristía, evocando la última cena, en la que Ernesto Báez logra emocionar, al repartir, con delicada parsimonia, el pan, alegoría de compartir, de confraternidad, no obstante en ese momento sublime, hace alusión al traidor. Otra escena interesante es la del ensayo donde se desdobla la ficción, es teatro dentro de teatro.
Hay elementos escenográficos de gran contenido simbólico, la figura de un san Sebastián asaeteado es una alegoría de los poetas sacrificados, pero que al igual que el santo, no mueren, trascienden en el tiempo sus versos e ideales, son los corderos víctimas de la intolerancia. Félix Germán apuesta al teatro de calidad; se suele decir que hay que darle al público lo que le gusta, pero ¿qué le gusta? Lo que le dan.