“La casa de Leonor” de
Guillermo Piña Contreras

“La casa de Leonor” de<BR>Guillermo Piña Contreras

 POR MANUEL NÚÑEZ
Hay una frontera que separa al reportaje periodístico de la novela. Al periodista sólo le importa la historia: qué, dónde, cuándo y cómo; su prosa naufraga crudamente en la anécdota.  El novelista, en cambio,  se relaciona con el modo de contar la historia, la visualización del mundo representado mediante una prosa que ilumine, interprete y construya la arquitectura y el ritmo de las secuencias, los centros de interés y el mundo interior de los personajes. 

El reportero es esclavo de la veracidad; se atiene básicamente a los hechos que le refieren; no se deleita con la prosa. Porque el lenguaje es concebido como un instrumento de transmisión de informaciones, y nada más. El novelista halla su auténtica identidad cuando se independiza de la realidad temporal y espacial; cuando proclama su libertad. Guillermo Piña Contreras ha ensayado prolijamente ambos géneros; por ello los separa tan radicalmente. La novela que ahora pone en manos del lector  La casa de Leonor , se vuelve completamente autónoma, y puede desarrollarla libremente sin que le  inquieten la búsqueda de noticias extravagantes, momentos estrambóticos e historias espectaculares que, para el reportaje, son el santo y seña. Pero poco significan para la novela.

 En tal sentido, Piña Contreras nos invita a centrarnos en lo propiamente novelesco;  las fronteras entre lo objetivo y lo subjetivo se desvanecen. ¿cuál es, entonces,  la realidad de dónde brota la novela?  Podría ser  una historia, un sueño, una conjetura. O,  algo que nos han contado. En este caso, son unos dibujos, fraguados como un acertijo por la artista Inés Tolentino. Pero esa totalidad conquista su propia independencia; el modo de contarla  la vuelve verosímil, y conforme va desmenuzando los dibujos empalma una historia, como quien acopla las piezas de un rompecabezas.

Es como si hubiese una narración que examina y observa otra narración, como en Las Meninas de Velásquez. El cuadro dentro del cuadro. Emilio que, al parecer, se halla en el mundo exterior puede reflexionar sobre los derroteros que va tomando la historia, que se desarrolla enlazada con la significación e interpretación que le va atribuyendo a los dibujos. La narración se vuelve hermética;  todos los hechos transcurren  en  La casa de Leonor— reuniones, jornadas de golf, paseos por la playa, cenas, almuerzos, sobremesas, conversaciones, encuentros furtivos… Todo se halla perfectamente encadenado en ese mundo autónomo, como una isla, sin vínculos exteriores. Hacia fuera, nos tropezamos con la sala de redacción, los compañeros de Emilio, el Patriarca o jefe de redacción, el cronista deportivo, los sospechosos, y todas las porciones que la vuelven verosímil la arquitectura, pergeñada como una indagación periodística. Lo imprevisible y lo fantástico de esta novela de Piña Contreras es que no nos da un mundo hecho de una vez por todas,  sino que nos invita a descifrarlo al través de lo que cuenta. Su prosa es movimiento. Visualización de lo que ocurre. El narrador no verbaliza; no emplea la prosa oratoria, sino que representa; nos persuade con una descripción narrada. El narrador nos introduce en la aventura del relato. Y al final, como los buenos rematadores de toros, nos da la estocada; echa las lumbres definitivas y nos produce una revelación, que involucra al narrador y termina rompiendo las fronteras entre el afuera y el adentro.

 El meollo que obra como tramoya de toda la novela nos presenta una familia que se traslada a una casa de playa, huyéndole a la intranquilidad de la ciudad. La esposa se aburre. Se queja amargamente; el marido desdeña la evolución psicológica de la mujer. Comienza una relación  con uno de los invitados, que mantiene cuidadosamente en sordina; sus encuentros amorosos, cercados por una masa  de personas, tienen el tinte y sabor de una verdadera proeza; lo que había sido una búsqueda de la paz, se torna en hallazgo de la guerra. El narrador nos trasunta los trastornos y perturbaciones psicológicas que le depara esta circunstancia desgarradora. El narrador describe con las destrezas de los investigadores policíacos las menudencias de una panoplia de dibujos, que le van revelando, las circunstancia del relato. Era un dibujo anónimo, marcado con el número 3. A partir de las explicaciones que vierte el narrador, se va tejiendo la trama de los acontecimientos. Como todo investigador el narrador hace conjeturas, ata cabos sueltos, emplea  un compendio de informaciones que esclarecen e interpretan, los elementos de la composición. Poco a poco, lo que había permanecido en penumbras, comienza a desvelarse. Al introducirse en la intriga encriptada en el dibujo, pone al descubierto la narración; abandona las falsas soluciones; descarta a sus compañeros de redacción. Acepta interpretar el dibujo como un desafío. El narrador se halla de repente en un laberinto; no halla las pistas; todo queda empotrado en el suspense. Y sin embargo, en el segundo dibujo comienza a engendrarse la historia. Surge el punto de vista. El autor nos presenta las vacilaciones y las preocupaciones que asaltan al narrador. La novela se define a sí misma, entonces,  como una realidad mental.

 En contraste con su primera novela  El fantasma de una lejana fantasía (1995),  La casa de Leonor se halla rotundamente emancipada de las amarras del proceso histórico, y entregada, rotundamente, al placer de la fabulación, del suspense y al ansia del hallazgo que nos producen las buenas novelas. Como en Los sótanos del Vaticano de André Gide, como en las obras de Dumas, de Conan Doyle y como en los grandes cuentos de Borges ,  la novela se presenta como un enigma.  Un desafío , que el narrador, Emilio Vargas, periodista, investigador policial, debe desentrañar. Hipótesis, pistas, hallazgos, son sus armas. Es un combate de la inteligencia, entre un narrador que escudriña, interpreta, trata de vencer el laberinto y un contrincante que intriga; deslumbra; traba sus conclusiones. No hay, al parecer, tabla de salvación, los dibujos multiplican las pistas y los derroteros; hunden sus raíces en el sueño, y el narrador, entonces, toma la pose de un oniromanta, un descifrador de símbolos. Así, por ejemplo, el perro dibujado no es el perro, sino el símbolo de un testigo ocular de lo que ocurre.  El narrador compendia los hechos, visualiza la realidad y cuenta; no lo sabe todo; hace conjeturas, y da a la estampa el relato que aquí se presenta. Su prosa, plagada de descripciones precisas; examina con la exactitud de un microscopio el teatro de los acontecimientos; llega incluso a ser minimalista; interpreta con la escrupulosidad de un informe científico, las claves que la engendran, que son los dibujos verdaderamente sugerente de Inés Tolentino.

 Y sin embargo, aun cuando no se halla teñida de un vocabulario  pintoresco ni tenga los aires de la embriaguez poética, tiene un ritmo que seduce: el pensamiento de los personajes se compendia en frases cortas. Y, en muchos casos, se halla rematado de descubrimientos fantásticos. He aquí una muestra ejemplar:

 Los párpados, pesados y opacos, permanecían sellados. De pronto, cedieron y, sin saber cómo, tomó conciencia de que estaba en medio de un pinar

Al darse vuelta para volver a su cama, el ruido se produjo de nuevo. Venía de la ventana. Únicamente alcanzaba a distinguir una rama seca que golpeaba los cristales; sin embargo, al acercarse, se enfrentó a un majestuoso cuervo que se balanceaba en la rama. (…) Un mal presagio, se dijo. (Leonor)

En otros pasajes, la prosa del relato compagina  la alternancia de frases largas y frases cortas; descripciones rematadas con el doble adjetivo; la acumulación de frases cortas; utiliza una puntuación enfática e incluso concluye con paralelismos:

 Era por aburrimiento que se había entregado a ese hombre que apenas conocía. Era por aburrimiento que había cometido imprudencias. (Nora,)

El narrador emplea un estilo objetivo, casi de científico. Pero, además,  expresa las vaguedades del sueño; las imprecisiones de los recuerdos, las menudas aventuras: una jornada de pesca, una partida de golf… y lo hace siguiendo las orientaciones de los dibujos de Inés Tolentino.   Y aquí vale un paréntesis.  Característica de la artista son la expresión de un trazo cabal, una composición equilibrada, extraída del sueño, henchida de sugerencias, cuyos elementos al transformarse en personajes , conectan todos los dibujos; los vuelven narrativos.  Esa composición, con piezas que aparecen, se entremezclan y desaparecen— El bosque, el campo de golf, la cama, el perro, el césped, la casa, las baldosas ajedrezadas, en concierto con el mantel–  le permite a la artista elaborar una urdimbre. Es un acertijo lanzado al narrador. Tenía Inés Tolentino la experiencia literaria de haber ilustrado magníficamente las memorias noveladas  Anónimos contra el Jefe, escritas por el dramaturgo Jaime Lucero Vásquez. En aquella ocasión, la artista traducía con representaciones de un expresionismo abstracto, del que surgían las figuras, como símbolos imponente, los capítulos de la obra. Ahora, guiada por su imaginación, y por una factura impecable, nos introduce en un mundo hermético. Sus doce piezas se convierten en el génesis de una intriga, y le permiten a Piña Contreras concebir La casa de Leonor. La artista y el novelista se han entregado a un desafío, dramáticamente representado por los propios personajes, la niña adolescente y el narrador.

  La novela se desarrolla en dos planos.  Primero,  por el relato que  nace de la interpretación de los dibujos, y, segundo, por los pasajes que nos describen el desconcierto de Emilio Vargas que trata de orientarse en la sala de redacción, que explica, que examina las piezas, que ordena los acontecimientos; organiza el rompecabezas, penetra en el laberinto que otro, la autora de los dibujos, ha fraguado para él. Hasta la última línea, el narrador se mantiene en su búnker, blindado por el poder de contar, y atribuirle a los demás la visualización de la realidad que describe y expone. Es verdad que duda y se deslumbra; que relata y revela, y que parece situarse más allá del bien y del mal; pero, finalmente, termina atrapado, queda desenmascarado por la propia autora de los dibujos, representada en la niña adolescente, que, al revelarle, la última pieza del juego, paraliza la narración. Lo acusa del adulterio. Al saberse involucrado, por la propia historia que ha develado, enmudece.

 La casa de Leonor nos mantiene vilo hasta la última línea. Después habernos hecho soñar con aventuras y descubrimientos; después de haber excitado todos los resortes de nuestra imaginación, cuando hemos llegado al clímax de la curiosidad, descifra, brutalmente, el enigma que ha sustentado toda la novela, y desmonta, con gran limpieza, la tramoya en que se había sustentado la historia. No hay placer mayor que el que nos produce haber resuelto un problema con que inicia la novela, y  comprobar que nuestros razonamientos, que, se han mantenido a punto, durante la lectura,  nos desvelan, finalmente, el desenlace y goce de descubrir, por nosotros mismos, el dato escondido. Lo que nos mantiene  intrigados en esta novela es saber quién envía los dibujos anónimos al narrador, y sobre todo, la revelación de que el narrador se halla implicado, y que el pudor, termina poniéndole punto final al relato. Porque, desde el principio, la autora de los dibujos mantiene, secretamente, su victoria, y esto inicia un conflicto entre el narrador, Leonor y el anfitrión. Llegamos a una conclusión abierta, imprevisible, con muchos derroteros. Fascinante.

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