“Mami, me tocó a mí”

“Mami, me tocó a mí”

Dame, llama invisible, espada fría,

tu persistente cólera,

para acabar con todo,

oh mundo seco,

oh mundo desangrado,

para acabar con todo.

 

Arde, sombrío, arde sin llamas,

apagado y ardiente,

ceniza y piedra viva,

desierto sin orillas.

 

Arde en el vasto cielo, laja y nube,

bajo la ciega luz que se desploma

entre estériles peñas.

 

Arde en la soledad que nos deshace,

tierra de piedra ardiente,

de raíces heladas y sedientas.

 

Arde, furor oculto,

ceniza que enloquece,

arde invisible, arde

como el mar impotente engendra nubes,

olas como el rencor y espumas pétreas.

Entre mis huesos delirantes, arde;

arde dentro del aire hueco,

horno invisible y puro;

arde como arde el tiempo,

como camina el tiempo entre la muerte,

con sus mismas pisadas y su aliento;

arde como la soledad que te devora,

arde en ti mismo, ardor sin llama,

soledad sin imagen, sed sin labios.

Para acabar con todo,

oh mundo seco,

para acabar con todo,  Octavio Paz

Acabar con todo – Poemas de Octavio Paz http://www.poemas-del-alma.com/acabar-

con-todo.htm#ixzz2DWn698sa

Nuestra selva urbana, llena de bestias indomables, salvajes y asesinas, ha cobrado nuevas víctimas.  Hace unos meses, el hijo de Jochy Hernández fue vilmente asesinado a la entrada de un centro de diversión.  Las versiones corrieron, los prejuicios también.  Pero una madre y una familia quedaron afectadas para siempre.

Dos ancianos adorables, que habían luchado toda su vida, para disfrutar de una vejez tranquila, fueron vilmente asesinados junto al personal de servicio.  Sus años de  sacrificios terminaron violentamente.  Una familia más llenó con lágrimas y luto sus días.

Francina Hungría, joven mujer profesional de la ingeniería, pasó por el lugar equivocado a la hora equivocada.  Al mediodía de un día común de trabajo, fue interceptada por dos asaltantes pistoleros que huían luego de cometer un asalto.  Ella, inocente, entró al céntrico estacionamiento y fue interceptada por los asesinos. Necesitaban huir, y, sin mediar palabras, le dispararon en el rostro.  Como objeto cualquiera, fue lanzada al pavimento, sin piedad alguna.  Los testigos creían que había muerto. El sentimiento de sobrevivencia se impuso, alcanzó a levantar sus brazos en señal de ayuda. Un buen samaritano respondió a su grito sin palabras  y la llevó a la clínica más cercana.  Hoy, esta mujer de apenas 28 años, que tenía planes de bodas, que se incorporaba al mundo laboral como ingeniera, amando profundamente lo que hacía, ha visto tronchado su futuro.  Perdió un ojo.  Su esperanza es no perder completamente la visión.  Todavía sus palabras golpean mi alma y mi conciencia: “Yo no quisiera que esos delincuentes le hagan algo similar a otra gente, yo tampoco soy una gente de ojo por ojo, no es un asunto de vamos a salir a matarlos, pero él (su agresor) no lo pensó, yo ni siquiera tuve tiempo”. 

En una de mis clases, noté que una hermosa joven de unos 20 años cojeaba al caminar.  Al terminar, me acerqué a ella y le pregunté por qué caminaba con dificultad.  Comenzó a llorar. Me contó que un domingo a la 1 de la tarde, mientras salía de misa de una céntrica iglesia de la ciudad, una mujer bien vestida se le acercó para preguntarle una dirección.  Al intentar ubicar el lugar, fue sorprendida, frente a toda su familia, con un secuestro. La montaron en un motor. Sacó fuerzas de donde no tenía. Luchó con la secuestradora, logró soltarse, pero la manga de su blusa quedó en la mano de la agresora.  Entonces la arrastraron por las calles por más de dos cuadras.  El resultado fue demoledor: la pierna izquierda quedó mallugada hasta el hueso, y su cadera afectada por los golpes.  Hoy recibe terapia física y sicológica.

Todos y cada uno de nosotros podríamos hacer un glosario de anécdotas y ejemplos. No importa. Lo cierto es que la población entera está alarmada y temerosa de esta situación. Yo confieso sentirme molesta, indignada, rabiosa, triste, angustiada, dolida e impotente. Quisiera que mis lágrimas fueran tan copiosas como las lluvias que, hace unas semanas, calmaron con sus aguas nuestra rabia por una mal llamada reforma fiscal.

Me siento molesta, indignada, rabiosa, triste, angustiada, dolida e impotente porque estos hechos evidencian, como me dijo mi alumna, que la vida humana ha perdido valor.  Porque como esta  bella alumna o como Francina, cualquiera de nosotros podría ser víctima de esos seres desalmados y asesinos que abundan en las calles.

Me siento molesta, indignada, rabiosa, triste, angustiada, dolida e impotente porque la ciudadanía se siente indefensa. Porque la institución que nos debe proteger nos atemoriza.

Me siento molesta, indignada, rabiosa, triste, angustiada, dolida e impotente, porque la espiral de violencia crece, y la población, cansada de tantos atropellos, pide y exige castigo ejemplar para los asaltantes.  Violencia genera violencia.  Y si seguimos ese curso, nos convertiremos en el viejo oeste americano del siglo XIX. La población estaba armada, las autoridades y los delincuentes también. El asesinato del agresor era la solución única a los conflictos.  No, no quiero que se imponga la ley de la selva.  Sería devastador.

Me siento molesta, indignada, rabiosa, triste, angustiada, dolida e impotente.  Me siento asqueada, al constatar cuán bajo hemos caído como sociedad. Pero, a pesar de tanto dolor, la amo profundamente y tengo la esperanza de renovar mis maltratadas ilusiones.

Me siento molesta, indignada, rabiosa, triste, angustiada, dolida e impotente, porque he asumido como míos el dolor y la indignación de esas familias que han vivido tanta tragedia y tanto dolor.

Quisiera que mis lágrimas, como en la mitología indígena, se convirtieran en tormenta, para que el cielo llore por nosotros, y que el viento que trae consigo aleje tanta tristeza de nuestros corazones.

Amigos míos, lectores fieles de estos Encuentros, hoy no tengo palabras de aliento.  Me sumo al clamor colectivo de indignación.  Grito con desesperación por la recuperación del verdadero sentido de la vida.

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