Siendo aún adolescentes, papá nos compraba, a mi hermano y a mí, cantidades de bolitas de vidrio o cristal. De múltiples y fascinantes colores y de diversos tamaños, desde el bolón hasta el fifí, la unidad más pequeñita, venían envueltas en funditas de papel, y en nuestras manos se convertían en nuestro mayor tesoro. Con esta entrega y esa ilusión papá recreaba su propia infancia, sin hacer caso a aquel tiempo perdido, al imborrable, el que pasó. Rompíamos emocionados la fundita y nos la repartíamos de la mejor manera y, con ellas en los bolsillos, nos íbamos a calle o al patio del Chile a exhibirlas y compartir con los amigos del barrio los tantos juegos infantiles que la tradición nos legara.
De repente aparecía un bellaco y con pocas palabras: Coca, mandó la ley, nos despojaba de nuestro tesoro. Otros, igualmente pérfidos, hacían trampas. Se aprovechaban de la ingenuidad y se salían con la suya. Mano, tras mano, traquitrá, porra, se montaba el juego. No la bamos, decían en su jerga los socios. Tú me libras a mí, yo te libro a ti, y ambos cargaban con la presea y nos dejaban, como aquel que hacía coca, lagrimeando desgracias en nuestro pequeño mundo donde empezaba a campear la maldad, la frustración y la impotencia.
Hoy las mañas son otras. Se trata de lavado de activos. Un crimen sofisticado, no vulgar, ligado a otro. Es, medularmente, consecuencia de un crimen anterior indefendible. El lavado es el crimen del socio encubridor que trata de encubrirse a sí mismo con inefable astucia: la presunción de inocencia. El simulador se presta para transparentar mediante su oficio, hábilmente, el producto del crimen cometido por su socio, garantizado sus beneficios y privilegios, y una buena defensa, llegada el caso. No la bamo, acuerdan y actúan, en complicidad, de mala fe. Encubrimiento de lo ilícito, que debe castigarse con rigor similar al crimen que lo genera y motiva y es causa eficiente de activos mal habidos y bien lavados.
La presunción de inocencia, con la que se pretende evitar una injusticia protegiendo por igual a víctimas y victimarios, no deja de ser un mito. Una falsa. Un cambalache. Una ancha salida donde la Ley, que pare la justicia, le tiende también su bajadero. Permite a honorables jueces, abogados duchos, investigadores parcializados, fiscales que no fiscalizan, militares, políticos y funcionarios de toda laya, toda suerte de salida legal, ortodoxa, para mandar a la calle a gente sin entrañas, libre de sospechas.
¿Qué se requiere para proteger a una sociedad desprotegida e indefensa, ahogada en un mar de sangre? Los antecedentes, las reincidencias, contubernios y fabulaciones, todo lo que da lugar a presunciones serias, precisas y concordantes, no bastan para revertir la inocencia presumida. Para vencer leyes dubitativas, los miedos al castigo. Para convulsionar un sistema estructurado con valores invertidos y gobiernos perversos que menosprecian el dolor y las lágrimas de una nación desangrada, que agoniza de impotencia ante tanta cobardía, desvergüenza y desenfreno, algo más que eso hace falta.