“Peregrina sin amor”

“Peregrina sin amor”

La vida… suele parecer novela. A veces… todo un drama. Cada uno de nosotros, minuto a minuto, cultiva, entreteje, construye sin proponérselo, el entramado feliz o desgraciado, de nuestra particular novela. Es, desde ese viejo baúl casi oculto, ese tesoro inagotable de vivencias y fantasías del ser, de rostros y tragedias, cambiante de colores o perfumes, mutante de matices o de abismos, experiencias que transitan sin diseño ni prejuicios, que trillan sinuosos los atajos del camino, desde el harapo degradante o el estercolero humilde, hasta las alcobas de cortinajes nobles, de diademas y catedrales puras.

Desde allí, el prestidigitador de sueños atrevidos, ese ser de osadía iluminada que es el escritor, con su magia de imágenes de olores agridulces, de pesadillas alucinantes, suele magnificar ese gris incoloro y rutinario de la realidad cotidiana, y orquestarlo en una sinfonía trascendental de pinceles alados, de poesía vibrante, en heroico drama sublimado arrobando el espíritu o sembrando y marcando de sentimientos y matices nunca adivinados ni presentidos, fertilizando el surco y el rostro novelesco en que se va tornando, inevitablemente, cada destino.

Es, el espectáculo del alma. Privilegio del arte y el artista.

Convertir lo común en trascendente, la ordinaria biografía en leyenda. Solo los escogidos pueden lograrlo. Arte es eslabón sutil entre hombre y Dios. Son aquellos, quienes han transformado vidas intrascendentes, en paradigmas de fantasías y sueños. Históricos ahijados del azar. El valor de leyenda de un Rubirosa fálico y promiscuo, no está en el oportunismo de bragueta curiosa que lo retrata, está más cerca del macho simbólico, que vibra sin rostro en el pensamiento visceral de nuestra cultura y tradición.

Lo que quisiéramos ser, no es un Rúbi entre los muslos tibios de una cuenta de banco, para sobrevivir por encima del estigma de cualquier “chulo” de cabaret. Es el personaje de conquistador mítico, el “Padrote” de mil “Queridas” detrás de la leyenda de nuestras sombras culturales antiguas. Lo que nos hace sonreír, comprensivos, es lo que aquellos soñadores de la palabra y las ideas líricas, han bordado alrededor de imágenes robadas al tiempo, mitificando sus huellas estridentes o convirtiendo sus aristas polvosas en leyendas perfumadas.

El arte transforma y es hermoso que así sea. Huele mejor el aroma atrevido de los libros y las poesías, los pinceles y los cantos, que el currículum morboso que vamos arrastrando en la carreta rebosante y en la huella imborrable de nuestras pisadas lodosas. Crudeza y ordinariez, suelen quedar colgadas en el tiempo, entre crónicas incoloras o explosionantes del periódico que colecciona el sufrimiento diario, las anécdotas de callejones sin rostros al azar del futuro, o perdidas en el silencio de la inexistencia, del olvido sin luz, sin cirios ni dolientes.

Bienvenido Brens sintió lo que otros no pudieron percibir. Para aquellos, era solo mujer de cuerpo y vida alucinante, de caprichos consentidos, lecho estridente y apetecible. El creó un cielo más allá del abismo, anidó golondrinas y mares sobre un ocaso de nubarrones tristes y soles inalcanzables. Desnudó la belleza escondida de sus flores trágicas, inventó el vértigo eterno de aquel perfume letal inolvidable.

Por encima de la tragedia ebria y degradante, soterrada en la maraña intranquila de una niñez perturbada, la espuma del verso refrescante desbordando con pesar infinito la poesía noble, derramó  el acorde angustiado de su pena a la orilla enferma de la estrofa y su rivera sollozante, encordado a su guitarra peregrina: “Pobrecita golondrina, que aventuras por los mares del champán y del dolor…”. Su tragedia, sufrimientos, dolores avergonzados, humillaciones y lágrimas, marginaciones, mezquindades y miradas de desprecio, soledades, rezos amargos y esperanzas, quedaron para siempre lapidados en una fina escultura clásica de la canción popular.  

Freddy Reyes, apasionado y vibrante, inevitablemente poético, con su alforja de luces y un cielo inmenso para las mil alas y el vuelo irreverente de aquella singular y ya eterna “Peregrina sin Amor”, nos esculpe con íntima y humana intensidad, el drama mítico de aquella codiciada inalcanzable. Su obra: “Reina Peregrina”, trasciende a la enfática estribación de Novela. Con aquel mismo incienso mágico que contagió las fiebres de Brens, la estatura desbocada de Freddy Reyes consagra el mito y  lo convierte en leyenda.

Conocí a la heroína. Aquella que vivió sin cobardías. Eran sus últimos años de ilusiones mansas y discretas. En el pequeño pueblo de Homestead, al sur tranquilo de Miami. Un curioso admirador me descubrió, mientras arriesgaba mi temerario trote de ejercicios diarios. Me invitó a una breve tenida que celebrarían al día siguiente. Al llegar, fui introducido hasta una atrayente dama de canas posadas sobre sueños y un rostro de rubores sinceros.

Sin saber que arriesgaba la serenidad de mis recuerdos, tomé la historia aun tibia de una mano extendida y sentí la fuerza de unos ojos de cielo y tormentas de mar. Acepté el reto y devolví mi nombre, aun con las alas prisioneras de su mano, enjauladas como delicada mariposa. Sentada cual  reina, con esbeltez de majestades, respondió: “Yo soy…” y me entregó orgullosa, cual trofeo tormentoso y deslumbrante, la historia codiciada de su nombre. Quede galvanizado. Fue como si toda ella se hubiese iluminado. Jugué galante y atrevido con el color perfumado de las palabras: “¡Usted es toda una leyenda!”. Ocupé el asiento a su lado y me hice dueño atrevido de su inteligencia y su magia mundana. Aun a esas edades, su personalidad trascendía carismática, inevitablemente atractiva, había una elocuencia de mujer edénica de la que uno no podía librarse.

Dimos vida a aquella relación casual. Conversábamos a diario por teléfono con un estilo romántico de viejos conocidos, salpicado de recuerdos y esperanzas tranquilas. Me confió sus quebrantos, estaba luchando contra una enfermedad imposible. Su familia decidió trasladarla a Santo Domingo. Dos veces conversé con ella mientras estuvo acá. Sentía que algo, por encima de mí, me obligaba a su contacto, pero mis quebrantos me forzaban a viajar. Al regreso llamé… me respondió el silencio… enfermo de presagios, no tuve valor para insistir. Temía enfrentar los abismos; que alguien, mordiendo la tragedia, lastimase mis recuerdos limpios y musitara entre sollozos… que había muerto. Romántico enfermizo, permítanme conservar la ilusión y pensar que fui… su último amante.  

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