POR LEÓN DAVID
En obsequio de la verdad declaro que nunca he dejado de maravillarme al contemplar una obra pictórica lograda. Si a algo predispone la belleza es al asombro. Por lo que a la pintura concierne, el mentado asombro se acrecienta hasta convertirse en perplejidad a poco reparo en como lo que eran pigmentos (materia natural apenas), al ser extendidos sobre el lienzo por la mano sabia del artista, mudan su naturaleza dando lugar a una aparición, a un espacio metafórico coherente en el que las formas coloreadas se definen y ordenan cual partes de un universo inédito de imágenes, interacciones y equilibrios, cuya palpitante vida nadie con una mota de sentido común se atrevería a desmentir.
La virtud de la gran pintura la de ayer, la de hoy, la de mañana- consiste en algo asaz simple: articular y dar expresión objetiva y pública a la experiencia íntima. Es tal la complejidad de la vida interior del sentimiento que el discurso de la razón, por más que en ello se empecine forzando significados y dando lustre a las palabras, a duras penas conseguirá penetrarla. Las cambiantes, sutiles y casi infinitas facetas de la subjetividad no admiten ser enunciadas lingüísticamente, se muestran refractarias a la representación de índole verbal. Y lo que a las palabras está prohibido, la buena obra de arte lo lleva a cabo plenamente.
La pintura de genuina calidad estética nos ofrenda siempre un símbolo; pero no un símbolo que apunte al exterior, a una realidad que está más allá de su propia presencia, no… Lo expresado no puede ser aprehendido separadamente de la forma sensorial y poética que lo expresa. El símbolo artístico que llamamos pintura, al hallarse por entero empapado del ánimo y experiencia vital que en él puso el autor, consigue presentar de manera harto satisfactoria, tanto a la inteligencia como a la sensibilidad, un hasta entonces oscuro y apenas divisado contenido emotivo. No es otro el valor cognitivo del arte y, en particular, de la pintura.
Por lo que toca a la atractiva muestra intitulada Tren expreso de la autoría del joven mas no por ello inmaduro pintor santiaguero Humberto Grullón, tengo copia de razones para pensar que lo que en términos generales acabo de referir en los párrafos que anteceden, se cumple de manera cabal y ostensible en los cuadros no pocos de ellos fascinantes- que la componen.
He aquí un conjunto de obras auténticas variaciones sobre un solo tema- en los que el sentimiento, lejos de ocultarse, replegarse o diluirse, en cada pincelada, trazo, línea e imagen solicita nuestra atención y gesticula.
Dos poderosas fuerzas antagónicas contienden en la superficie del lienzo: de un lado la loca trepidación, las tensiones febriles, la vorágine, los constantes apremios y terribles ansiedades de la vida moderna en la gran urbe, lo cual se refleja plásticamente en la fragmentación de las figuras y su indefinición, en el agolpamiento de las masas cromáticas en el surgimiento de un ritmo sincopado, como de jazz, y de una atmósfera vaga y ambivalente; del otro lado, la transparencia y la luminosidad, la atenuación de las angulosidades, la atemperación de los contrastes violentos que delata casi como música destinada a los ojos- una aspiración de sosiego, belleza y elevación espiritual.
Esas dos fuerzas en pugna logran armonizarse milagrosamente en el espacio de la tela, presentándonos una visión acaso desgarradora pero también hermosa… Pintura sincera, honesta, clara, a un tiempo nueva y tradicional, pintura en fin que regala a la pupila inquisidora del contemplador exigente el feraz horizonte del espíritu.