“Vivir ardiendo y no sentir el mal”

“Vivir ardiendo y no sentir el mal”

POR GRACIELA AZCÁRATE
Hace días, releí a Christa Wolf. Tal vez porque las escritoras en lengua alemana pueden dar la receta exacta de cómo vivir toda una vida maniatadas, silenciadas y expresando en el cuerpo el horror de lo patriarcal.  Después de releer “Pieza de verano”, “Noticias sobre Christa.T”, leí la poesía de la austríaca Ingeborg Bachmann a quien la Wolf admiraba, para ver cómo esta prodigiosa escritora de la Alemania post-nazi transformó el lenguaje en una ideología poética y descarnada de la existencia.

“ El amor tiene un triunfo y la muerte tiene otro, el tiempo y el tiempo después. Nosotros no tenemos ninguno. Alrededor nuestro sólo hundirse de estrellas. Destellos y silencio. Mas la canción por encima del polvo después nos superará. “

Cómo se convirtió en la chica de tapa de “Der Spiegel”, que la divulgó como joven promesa del mundo literario del milagro alemán. Fue la transgresora que escribió una novela en la que la protagonista sueña que su padre la envía a una cámara de gas, la poeta que llamándose a silencio nombraba el deseo y el amor desde el cuerpo, y para quien la hostia consistía en un miembro erecto en su boca. Ingeborg Bachmann es la suma de todas.

Era loca, desaforada, borracha, adicta, fumadora, suicida y de enorme talento.

Tenía doce años cuando vio entrar a los nazis en las calles de Klagenfurt, Carintia, en Austria. “Fue algo tan aterrador”, recuerda.

Esa experiencia la marcó de una vez y para siempre, enseñándole que el mundo es amenazante y desolado.

“Yo quisiera ser joven porque nunca lo he sido”, escribirá más tarde. Como una estrategia para entender el mundo, Ingeborg se dedica a estudiar filosofía. Heidegger primero, del que renegará y Wittgenstein del que será lectora aguda.

Dos anotaciones en el “Diario filosófico” de Wittgenstein definen las obsesiones de la estudiante: El lenguaje es una parte de nuestro organismo y lo que importa es clarificar la conexión entre la lógica y el mundo.

Abandona la filosofía y continúa su búsqueda escribiendo poemas. Tras la caída del hitlerismo, trabaja como empleada de las tropas de ocupación. La atmósfera que se respira en las ciudades alemanas es corrupta y negadora.

En esos días conoce a Henry Kissinger, el mismo que en 1976, les recomendaría a los militares argentinos celeridad en la eliminación de sus opositores. Tiene veintitrés años cuando publica su primer libro de poesía: “El tiempo postergado”.

Pero el reconocimiento le llega cuando, a los treinta, publica “Invocación a la Osa Mayor” en 1956.

En “Mínima moralia”, Theodor Adorno afirmaba: “Escribir un poema después de Auschwitz es una barbaridad, y eso afecta también la conciencia de por qué se ha hecho hoy imposible escribir poemas”.

Según Günter Grass en “Escribir después de Auschwitz”, si se consideraba que Auschwitz era a la vez cesura y quiebra irreparable en la historia de la civilización, el imperativo categórico de Adorno fue mal entendido como prohibición.  El mandamiento de Adorno, reflexiona Günter Grass, sólo podía refutarse escribiendo.

Alemania es en Bachmann un país de niebla y de este modo figura en su poesía. Sobre este país de niebla, Bachmann dice en “Mediodía temprano”: “Donde el cielo de Alemania ennegrece la tierra/ busca su ángel descabezado un sepulcro para el odio,/ y te alcanza las llaves de su corazón./ (…) en una casa mortuoria/ beben los verdugos de ayer/ de la copa de oro./ Los ojos se te caerían./ Donde la tierra de Alemania ennegrece el cielo,/ la nube busca las palabras y llena el cráter de silencio,/ antes de que el verano la perciba en una lluvia fina”.

Escribirá: “Quien sepa de un mundo mejor, que dé un paso al frente”.

El suyo es un “tource de force” ético y artístico difícil de superar.

Su poesía consciente de la inutilidad de un poema frente a un drama social, actúa en consecuencia. Para la joven poeta se trata, de saber qué escribirá, si sobre las mariposas o las consecuencias del nazismo, y cuando esa decisión esté tomada, le faltará averiguar cómo darle forma a la obra.

Su poesía nombra destinos fatales, desfiles de máscaras, cuchillos intimidantes y la cercanía del valle de la muerte.

En “Invocación”, despliega un universo de símbolos, que tienen valor de mito.

“Pero la realidad siempre está ahí. Mientras los ancianos venerables cargan sus pipas o duermen la siesta, sus hijos engendran más hijos reproduciendo la farsa”.

Ella escribe: “También nuestras madres/ soñaron con el futuro de sus maridos,/ los vieron poderosos,/ revolucionarios y solitarios,/ pero después del retiro los han visto encorvados en el huerto/ sobre las llameantes malas hierbas,/ mano a mano con el fruto charlatán/ de su amor: Triste padre mío/ ¿por qué callaste entonces/ y no has seguido pensando?”.

Como el neonazi Jörg Haider que nació también en Carintia, la poesía de Bachmann adquiere un tono profético.

“Invocación” representa para Bachmann la consagración y, a la vez, el malentendido de la fama. Verse en la tapa de “Der Spiegel” la ubica en un pedestal de popularidad que ella detesta. Siempre contestaria y polémica, participa en todas las luchas de su tiempo: contra la Guerra Fría, contra la bomba atómica, contra Vietnam. Aunque suele ser escéptica con respecto al poder de los intelectuales, admite que ese es su terreno de combate.

En “Sociología” dice: “Qué fría me dejan estos conflictos sociales (…)/ los periódicos/ que están en el suelo, cada noticia/ una mancha sucia una granada, una púdica/ obscenidad, quiere ser quemada”. Y en “Ingreso al Partido” reflexiona a propósito de la revolución: “Que venga, pues que venga./ Yo dudo. Pero que venga/ la revolución, también de mi corazón”.

Mientras el milagro alemán hipnotiza a sus compatriotas, no hay género en el que ella no intervenga: la columna de opinión política, el radioteatro, la ópera, la narrativa.

El poema final de “Invocación” prenunciaba ya un silencio largo: “Al tendero le pesa mucho el paño;/ pronto caerá. Pero a mí no me va a cubrir./ Aún soy culpable. Levántame./ No soy culpable. Levántame/ (…) No soy yo. Lo soy./ El amor tiene un triunfo y la muerte tiene otro tiempo/ y el tiempo de después./ Nosotros no tenemos ninguno”.

Se pasó diez años sin publicar: “He dejado de escribir poesía cuando sospeché que ahora ‘sabía’ escribirlos, aunque faltase la necesidad de escribirlos”. Aquello que escribe y no publica es una poesía amarga que explica su silencio. Hay una recurrencia extrema que vincula el silencio de la escritura con la desesperación del cuerpo.

Su biógrafo escribió: “Bachmann no cree en Dios y el amor debe buscarlo en otra parte. Su lengua es ahora oscura, se traba, la traiciona y ella, empecinada, corrige persiguiendo la pureza en la escritura. Pero la escritura, al igual que la mano que escribe, no es inocente. Menos puede serlo cuando ha sido educada en tres lenguas: el alemán austríaco, el esloveno y el italiano, del que su padre era profesor. Además, ella domina el francés, el inglés y el español. No hay inocencia en lengua alguna. Después sobrevienen el grito y la borrachera”.

Es amante de Paul Celan y de Max Frisch. Pero sus apasionamientos desembocan siempre en la frustración, el alcohol, y tres paquetes diarios de Gitanes. Elige Roma como patria adoptiva mientras su biografía contempla escenas turbulentas y acontecimientos intensos, tanto públicos como privados, que la vuelven “una maldita”.

Pero la Bachmann es otra cosa y cuando se refiere a esos diez años sin publicar dice: “No me he callado/ porque callar estuviera bien fuera hermoso,/ no me quedaba nada por decir”.

Un poema de este período ahonda en su determinación: “No me quedan palabras ya,/ sólo sapos que salen/ saltando y asustan/ (…) la gran merde/ alors, esto esparce/ una locura en la que,/ por mí, todo,/ por mí todo/ se eche a perder”.

Se da contra las paredes: “Se me han extraviado los poemas./ Los busco en todos los rincones de la habitación./ Por el dolor, no sé cómo anotar/ un dolor, yo no sé nada de nada”. Después de los poemas, pierde el día, después la noche y finalmente el sueño: “Seguí perdiendo hasta que fue menos que nada y yo ya no fui/ y no fui nada de nada”. Se llama a sí misma la rata, la Yo.”

 Es implacable consigo misma. Nunca se concede la indulgencia: “me he arrepentido,/ pero de lo que más,/ de mi olor”.

Lúcida, sabe que ha alcanzado ese punto de no retorno que Kafka proponía para la vida y la escritura.

Escribe: “Llega el día en que uno ve todo negro/ se toma el desayuno con los muertos”.

Los poemas inéditos son estremecedores. Hablan de ambulancias, supositorios, vendajes, morfina y nembutal. Uno se lo dedica a su enfermera: “No sé de ningún mundo mejor. La moral imbécil de las víctimas deja poco que esperar. Ya ha decidido por escrito: Os he liberado, mis burgueses, ojalá nunca hubiese/ enlazado a cientos de vosotros en mí”.

Su último poema publicado fue “Nada de Delikatessen”.

Escribió: “Ya nada me gusta./ ¿Debo/ ataviar una metáfora/ con una flor de almendro?/ ¿Crucificar la sintaxis/ sobre un efecto de luz?/ (…) He aprendido a ser sensata/ con las palabras/ que hay/ (para la clase más baja)/ (…) No descuido la escritura/ sino a mí misma./ Yo no soy mi asistente./ (…) Mi parte, que se pierda”.

El 17 de octubre de 1973, en Roma, Ingeborg Bachmann se durmió con un cigarrillo prendido, se incendió y murió carbonizada a los cuarenta y siete años.

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