En un mundo en el que muchos vivimos pegados a nuestros teléfonos inteligentes, Dulcie Cowling es una especie rara: se ha deshecho del suyo.
Esta mujer de 36 años decidió a finales del año pasado que dejar de lado su smartphone mejoraría su salud mental.
En Navidad, les dijo a su familia y amigos que lo iba a cambiar por un viejo Nokia con el que solo podría hacer y recibir llamadas y mensajes de texto.
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Recuerda que uno de los momentos cruciales que la llevaron a tomar tal decisión fue un día en el parque con sus dos hijos, de 6 y 3 años.
«Estaba en el parque, con los niños, mirando absorta el móvil. Cuando levanté la vista todos los padres hasta 20, estaban mirando sus teléfonos, deslizando continuamente el dedo por la pantalla», cuenta.
«‘¿En qué momento nos pasó esto?’, pensé. Nos estamos perdiendo la vida real. No creo que en tu lecho de muerte lamentes no haber pasado más tiempo en Twitter o leyendo artículos en internet«.
Cowling, que es directora creativa de Hell Yeah!, una agencia de publicidad con sede en Londres, agrega que la idea de abandonar su teléfono inteligente fue desarrollándose a medida que avanzaban los confinamientos por la pandemia de covid.
«Pensé en cuánto tiempo de mi vida paso mirando el teléfono y qué más podría hacer. Estar constantemente conectados a muchos servicios nos crea muchas distracciones y es mucho para que el cerebro procese».
Planea usar el tiempo ganado al dejar su teléfono inteligente para leer y dormir más.
Aproximadamente nueve de cada 10 personas en Reino Unido poseen un smartphone, una cifra ampliamente replicada en todo el mundo desarrollado.
Y estamos pegados a ellos: un estudio reciente encontró que una persona promedio pasa 4,8 horas al día en su teléfono.
Sin embargo, para un pequeño pero creciente número de personas, ya ha sido más que suficiente.
Alex Dunedin tiró su teléfono inteligente a la basura hace dos años.
«Culturalmente nos hemos vuelto adictos a estas herramientas», dice este investigador educativo y experto en tecnología. «Están debilitando la cognición e impidiendo la productividad».
Dunedin, quien vive y trabaja en Escocia, dice que otra razón detrás de su decisión fueron las preocupaciones ambientales.
«Estamos desperdiciando cantidades exponenciales de energía y produciendo cantidades exponenciales de emisiones de CO2», dice.
Es más feliz y productivo desde que dejó de usar su smartphone, señala. No lo ha sustituido por un celular viejo y ni siquiera tiene teléfono fijo. Solo se le puede contactar a través de correos electrónicos que llegan a la computadora de su casa.
«Mi vida ha mejorado», dice. «He liberado mis pensamientos de estar constantemente conectados cognitivamente a una máquina que necesito alimentar con energía y dinero. Creo que el peligro de las tecnologías es que nos están vaciando la vida».
Lynne Voyce, una maestra y escritora de 53 años de Birmingham (centro de Inglaterra), se movió en la dirección opuesta: comenzó a usar nuevamente un teléfono inteligente en agosto pasado, después de un descanso de seis años.
Dice que se vio obligada a comprar uno de mala gana debido a que tuvo que lidiar con los códigos QR en los restaurantes y los llamados pasaportes covid (digitales), además de facilitar el contacto con una de sus hijas que vive en París.