La dramática salida de escena del expresidente del Perú Alan García, quien prefirió pegarse un tiro en la cabeza a enfrentar un juicio por corrupción como consecuencia de su involucramiento en el escándalo de la constructora Odebrecht, volvió a poner de manifiesto el marcado contraste en el curso que ha seguido el proceso en otros países donde la multinacional brasileña admitió haber pagado millonarios sobornos para asegurarse la contratación de grandes obras de infraestructura y lo que ha sucedido en la República Dominicana, donde “boroneó” US$92 millones y aún así nadie está preso, mientras el juicio a los siete encartados en el expediente acusatorio camina con la lentitud y parsimonia de una tortuga con reumatismo. Ese notorio contraste, imposible de ocultar en los hipercomunicados tiempos que vivimos, es en gran parte lo que explica el escepticismo de la población con respecto a sus resultados, pues pocos son los que creen que habrá sentencias ejemplarmente condenatorias contra los imputados, y muchos los que dicen estar convencidos de que en ese expediente no están todos los que son aunque el Procurador General de República, Jean Alain Rodríguez, se desgañite afirmando lo contrario. Las recientes andanadas del oficialismo contra la justicia y su independencia, que disparó las alarmas sociales y convirtió los púlpitos en tribunas para denunciar los intentos de controlar otros poderes del Estado y los riesgos de caer en una dictadura, no contribuyen precisamente a construir confianza y credibilidad en un sistema de administración de justicia que cuando se trata de enfrentar la corrupción no se comporta a la altura de las expectativas de una sociedad que ha sido esquilmada por el latrocinio impune de sus políticos, socios y cómplices.