Injuria sin cotejo

Injuria sin cotejo

Tranquilo, sin resabios, sin presentir la importancia, comentó la ocurrencia. Con esa voz queda, en ocasiones susurro, compartió la vivencia. Mayo 1997, como redactora recibí la encomienda de don Bienvenido Álvarez Vega. Quería la historia de la Federación de Estudiantes Dominicanos-FED- y su incidencia en la transformación de la Universidad de Santo Domingo. Debía conversar con los muchachos líderes de aquellos grupos estudiantiles que aspiraban dirigir la FED. Época convulsa y de excelentes estudiantes militantes. José Joaquín Puello Herrera, uno de ellos. Sin querer, abordamos un episodio inolvidable en la vida del prestigioso neurocirujano y deportista. De sonrisa difícil, pero de amabilidad a prueba de adulación, bastó inquirir y abrió las puertas de su memoria. Era un joven practicante y estaba de guardia en la Clínica Internacional, la noche del 30 de mayo de 1961. “Llegaron don Antonio Imbert Barrera, Marcelino Vélez Santana, Bienvenido- el esposo de Marianela -la hija de Juan Tomás Díaz-. Pedro Livio tenía una herida en el abdomen y otra en el antebrazo izquierdo, la grave era la del abdomen porque le perforó los intestinos. Esa noche lo operamos: Abel González, Sergio Bisonó y Damirón. Cuando salimos de la operación ya el SIM estaba enterado porque mandamos a un hermano de Pedro Livio a la farmacia a comprar unos medicamentos y fue a avisar a la Policía”. “Pedro Livio nunca habló, no denunció a nadie. Lo que dijo, estando Johnny Abbes presente, después de una hora de torturas, fue:¡Coño! lo matamos como a un perro y ojalá volviera a vivir para volverlo a matar.”
Desde esa noche ha escuchado decenas de versiones del hecho. Lo cuentan en su presencia, con detalles, diálogos y reacciones inexistentes, inverosímiles y él dice: “El testigo soy yo. Yo estuve ahí.” “Yo era el muchacho que mencionas.” No importa.
Desde aquel relato menciono esa experiencia para ratificar la fuerza de la especulación, de la invectiva, entre nosotros. El retorcimiento de los hechos a conveniencia. Con la posibilidad de indagar, para cotejar, para establecer la veracidad del bulo que preparan, prefieren divulgar versiones mendaces de acontecimientos que desconocen. Porfían como testigos que no fueron. Cuando la agenda requiere que la marea arrase, que la tromba se enseñoree sin pudor, nada vale. De tanto repetir la falsía se la creen. Son intocables protagonistas de la infamia.
El daño irreparable del embuste entusiasma. Danzan alrededor de la hoguera que encienden con el fuego de la injuria. Es la difamación consentida, el placer que produce la calumnia. Satisfacción con la desgracia ajena, una especie de sadismo público que divierte. Dardos verbales que solazan a la medianía y reditúa, engrosa patrimonio y salvaguarda. Y que nadie pregunte porque tienen todas las respuestas, sus respuestas. Y que nadie contradiga porque el derecho a la palabra es de uso personal, exclusivo. El pasado atenaza, esa manera de ser celebridad, criticada otrora, ahora es boleta de entrada al escenario. El ciclo ha sido involutivo. Del foro público y el temor a sus párrafos que auguraban peligro sin apelación, al tiempo de una voz tonante que depredaba con el verbo, con esa saeta feroz que decapitaba honras. Discurso que irrespetaba parentela, que jamás se detuvo en los apuros de la senilidad ni en el asombro infantil cuando escuchaba desdibujar el proceder de ancestros. Acecho sin freno padecido, sin derecho a réplica. Insolencia abusiva hoy recuperada. El santo grial de la deshonra que esparce fango día y noche, con aplausos y deseo de bis. La antorcha les pertenece, la muestran orgullosos a través del tuiteo incesante, de libelos infames y turbulentas presencias en medios de comunicación. Y sin investigar, estremecen con invectivas desoladoras de difícil enmienda. ¡A la carga! que si no podemos quitar la vida, quitamos la honra y así triunfaremos sobre los despojos ajenos. El efecto José Joaquín redivivo, sin remedio y liderado por ilustres. A ninguno de los falsarios le interesa averiguar. Menos escuchar cuando alguien afirma, como José Joaquín: “El testigo soy yo. Yo estuve ahí.”

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