La Ascensión del Señor nos marca las tareas principales a los evangelizadores (Hechos 1, 1 -11).
También a nosotros nos toca “instruir”, y fortalecer el fundamento la fe de los creyentes: “Jesús está vivo”. Por eso somos cristianos. Nos toca entusiasmar y compartir nuestro proyecto fundamental: “el Reino”.
Todo esto hay que llevarlo a cabo en medio de la situación incómoda que nos ha tocado vivir. Sería un error huir de los conflictos. Jesús les pide a sus discípulos: “no se alejen de Jerusalén, aguarden que se cumpla la promesa de mi Padre”. Poco se podía esperar de Jerusalén, la ciudad asesina. Jesús les pide a sus discípulos que se queden ahí. Poco se puede esperar del enredado mundo de los negocios, de un Congreso lleno de próceres astutamente negados a declarar sus bienes o regular las bancas de apuestas antropófagas; de tanto medio de comunicación ligero y vendido; de los transportistas silvestres… pero hay que quedarse ahí. Hay que aguardar, porque “se nos dará el Espíritu”, para ir “comprendiendo la esperanza a la que nos llama” (Efesios 1, 17 – 23).
Claramente, aquellos discípulos, al igual que nosotros, andaban presos de esquemitas falsos. Su pregunta se parece a la nuestra: “¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?”. Jesús los enfoca: “lo de ustedes no es hacer cábalas. Lo de ustedes, es disponerse a recibir la fuerza para ser testigos míos por doquier”. El testigo no inventa, no centra la atención en sí mismo, se limita a dar testimonio de las palabras y las obras de Jesús, el Viviente.
Ascendiendo al Padre, Jesús nos ha puesto a valer. La nube nos libra de fijaciones infantiles. Los ángeles continúan corrigiéndonos a los cristianos de todos los tiempos: “¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo?”.