El Nacional nos recordó ayer que César Emilio Peralta, mejor conocido como César el Abusador, cumple un mes de haber sido declarado prófugo de la justicia, que lo acusa de encabezar una red de narcotráfico  y lavado que envió toneladas de cocaína a Estados Unidos, Puerto Rico y Europa. El vespertino de la San Martín también nos recordó que según versión extraoficial que se da por cierta, César el Abusador fue avisado un día antes, cuando se encontraba en un concierto en Punta Cana, de que iba a ser apresado, lo que le permitió  cruzar la frontera con Haití y viajar a Colombia,   donde se encuentra instalado desde entonces. Las autoridades que lo persiguen no han confirmado, pero tampoco han desmentido, esa versión, en tanto el expediente acusatorio  contra los miembros de la red que supuestamente dirigía exhibe mas agujeros y remiendos mal puestos que un mosquitero de pobre. Son  esas debilidades e inconsistencias, junto al oportuno aviso que recibió un narcotraficante que operaba a la vista de todo el mundo, las que explican el escepticismo de la opinión pública, que no acaba de convencerse del interés del Ministerio  Público en desmantelar una red de narcotraficantes  que ha  sido comparada, por su organización y eficiencia operativa, con la del Chapo Guzmán. Y eso solo pudo ser posible, como bien razona esa escéptica opinión pública, con la complicidad de los estamentos de poder, desde el político  bien conectado  que le abrió puertas  a las que nunca hubiera tenido acceso, hasta los miembros de los organismos de seguridad del Estado que en lugar de perseguirlo y apresarlo le ofrecieron protección. Por eso hay tanta gente convencida de que la mayoría de los imputados  saldrá en coche, como dicen en la calle, de ese proceso, que nunca hubiera llegado tan lejos –es el convencimiento general– si no recibe un empujoncito de las autoridades norteamericanas.