Si bien en 2020 sopló un aire fresco con el triunfo de la propuesta electoral por el cambio, la apuesta por el freno a la corrupción impune y la esperanza de un nuevo orden social, durante el 2021 las autoridades deberán garantizar con sus ejecutorias, día tras día, que esa ventilación se mantenga, pues el cuerpo social dominicano padece asfixia.
La sociedad necesita oxígeno, respiradores que alivien el ahogo de los últimos tiempos, la pesada carga del 2020 con la tóxica mezcla de pandemia, tensiones políticas y efectos psicosociales, desempleo y caída del ingreso familiar, el encierro de los primeros meses entre las humaredas de Duquesa y el polvo del Sahara, sofocantes temperaturas y frecuentes tormentas tropicales.
Finalizó el 2020 y parcialmente el confinamiento, pero no la Covid-19 con su distanciamiento físico y mascarillas que ocultan la sonrisa, el enojo o la tristeza, la pena honda por las muertes sin despido, las emociones contenidas por la falta abrazos y restricciones jamás imaginables.
La República Dominicana comenzó a transitar el 2021, un año desafiante por la acentuada crisis sanitaria, económica y social, una crisis tridimensional que demandará redoblar esfuerzos para vencer el coronavirus, robustecer la economía y bajar el desempleo.
Un año en que el Gobierno y toda la sociedad deben impulsar cambios postergados por decenios, evitar volver a la “normalidad” que precedió al SARS-CoV-2, a esa anormalidad que supone un estilo de desarrollo deshumanizado, un modelo económico que mantiene un criadero de pobres en barriadas inmundas, anegadas de insalubridad, afectadas por las denominadas enfermedades de la pobreza.
Retornar a esa “normalidad” sería regresar a la desigualdad extrema, a la falta de institucionalidad, destrucción ambiental, devastación de bosques y ríos, a la erosión de los suelos. Sería volver a una cotidianidad impregnada de individualismo, desmedidas ansias de dinero y placer, de narcotráfico y delincuencia.
Con un rebrote y nuevas cepas del virus, amenazando a una población drenada por una fatiga que induce a desafiar el miedo, a asumir una conducta irracional ante el contagio, persiste la pandemia que impuso cambios en los estilos de vida, una nueva forma de socializar. Cerró escuelas, empresas, iglesias y centros de diversión, imponiendo la tele-educación, dando paso al teletrabajo, apuntalando la virtualidad.
Pero, a la vez, desnudando la pobreza digital, no sólo por el déficit en plataformas tecnológicas, sino impidiendo la conectividad por falta de energía eléctrica. Un bien primario intermitente en miles de hogares, al igual que el agua potable, vital en tiempos de coronavirus para el lavado de manos, higiene personal y desinfección de espacios.
Salvo los contagiados, el coronavirus ausentó de los centros de salud de pacientes con otras enfermedades, dando paso a una incipiente telemedicina, con consultas médicas por videollamadas y formas de pago virtuales.
Esos y otros cambios forzados, desconcertantes, pero que también abren una ventana a la renovación, a la creatividad, a la oportunidad de reformas sociales, de instaurar un modelo económico de más equidad, al uso racional de los dineros públicos, sin malversación ni derroche.
Sin hábitos de ahorro. Precedida por no pocos avatares, el primero de marzo pasado la Covid-19, sorprendió a un Gobierno desfalcado por la corrupción administrativa, a un país ahogado en deudas, que vertiginosamente sigue endeudándose para enfrentar sus secuelas.
Y es que en tiempos de vaca gorda, de decenios de alto crecimiento económico, los gobiernos optaron por la ruta fácil de los préstamos, sin fomentar el ahorro interno, una política que debe ir a la par con la búsqueda de otras fuentes de divisas en nuevos mercados, aumentando la producción y exportación de rubros agrícolas e industriales, junto a una mayor diversificación que reduzca la vulnerabilidad ante la alta dependencia externa con el turismo y zonas francas.
A nivel personal y familiar tampoco primó el hábito del ahorro, pocos guardaron el “peso de la vergüenza”, y siguen asfixiados con deudas a bancos o con prestamistas informales.
Con un presupuesto ya deficitario en 2019, ingresos inferiores al valor de la canasta básica, la mayoría de los hogares carecía de recursos financieros para enfrentar la crisis.
Consecuentemente, hoy siguen sometidos a tensiones por el alza de precios en bienes de consumo, ante una dramática contracción de sus entradas monetarias, al dispararse el desempleo, aumentar la precariedad del sector informal y desaparición de pequeñas empresas.
Efectos desestabilizadores de una pandemia que generó una insostenible carga para el Gobierno, en medio de la reducción de los ingresos fiscales un incremento del gasto con los programas de ayuda a los más pobres, a empleados despedidos y suspendidos, subsidiando a empresas en el pago del personal que permanecía laborando.
Una solución sustentada en préstamos, en una deuda pública que se remonta al 68% del Producto Interno Bruto (PIB), el cual presentaba signos de desaceleración en medio del descomunal gasto preelectoral del gobierno peledeísta.
Tensiones políticas. A inicios del 2020 persistía el estrés pos-electoral derivado de las primarias del 6 de octubre de 2019, cuyos resultados desencadenaron la ruptura del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) con la salida del expresidente Leonel Fernández y formación de la Fuerza del Pueblo.
Fernández denunció un fraude, argumentando que el sistema poseía un algoritmo que benefició a Gonzalo Castillo, candidato oficialista, apoyado por el entonces presidente Danilo Medina, frustrada ya su aspiración de reelegirse mediante la orquestada reforma constitucional.
No se había disipado aún el estrés electoral cuando el 16 febrero de 2020, mientras muchos votaban, la Junta Central Electoral (JCE) suspendió los comicios municipales, alegando fallos técnicos en el voto automatizado. Un hecho inédito en la democracia dominicana que congregó a miles de jóvenes frente a la JCE, en manifestaciones que poblaban la Plaza de la Bandera.
Encendidas protestas, cacerolazos que resonaban desde puertas, ventanas y balcones reclamando un nuevo orden social, el cese del caos institucional, de la corrupción y la impunidad, demandas proclamadas entre actuaciones de decenas de artistas en el “Trabucazo 2020” o “la Marcha del Millón”, el pasado 27 de febrero, día de la Independencia Nacional.
Tal era el panorama político cuando el primero de marzo estremeció el anuncio del primer caso de coronavirus en el país, un turista italiano de 62 años, la presencia de una pandemia sin la infraestructura sanitaria para enfrentarla.
La primera muerte por Covid-19 se anunció el 16 de marzo de 2020, una dominicana procedente de España. Además, la primera trasmisión local, una señora de Villa Riva, provincia Duarte, quien llegó de Italia. Ese día reportaron 10 nuevos casos de contagios, con los que el total subió a 21. El estado de emergencia, una y otra vez reanudado, fue declarado el 19 de ese mes, el cual terminó con 1,109 contagios y 51 defunciones.
Posponen elecciones. Amparada en la emergencia sanitaria, la JCE suspendió los comicios presidenciales y congresuales del 17 de mayo de ese año, pospuestos para el 5 de julio.
Las votaciones llevaron al poder a Luis Abinader, candidato del Partido Revolucionario Moderno (PRM) y aliados, resonante triunfo en primera vuelta con 52.52 % de los sufragios, expulsando a un partido con 20 años en el poder. Una gran victoria en la que el voto derrotó el clientelismo, el derroche de los recursos públicos, la apuesta a la compra de conciencias.
El país vio llegar un nuevo gobierno, con el que la esperanza volvió a renacer en una ciudadanía que votó por el imperio de la institucionalidad y la justicia, el cambio de un modelo económico generador de pobreza y desigualdad, de destrucción ambiental. Votó por una reforma fiscal que ponga fin a la alta evasión y exenciones injustificadas, al gran peso en el consumo.
Si bien los nombramientos de personas idóneas dieron un respiro, y las acciones de la Procuraduría preludian el freno de la impunidad, ciudadanos no ocultan aprensiones por los antecedentes de promesas incumplidas, de candidatos presidenciales con discursos esperanzadores que derivaron en gobiernos patrimoniales, clientelistas, corruptos.
A no pocos asalta la duda de si podría repetirse la confabulación de los poderes político y económico, la añeja y nefasta complicidad público-privada.
¡Esperemos!