A Hard Day Night, de los Beatles, estremecía la radio. Yo era parte de la beatlemanía, un club creado por amigas del Liceo Ercilia Pepín y algunos colegios privados. En español, escuchábamos a los Hermanos Arriagada con Nathalie y Dominique, la canción de Sor Sonrisa, la monja belga que la llevó a todo el mundo.
Vivíamos plenamente la adolescencia, sin más preocupación que entender las letras de las canciones en inglés, buscar las revistas con las diez canciones más escuchadas en una emisora local (HiBi Radio) y, desde luego, saber qué decían de los Beatles las emisoras de Santiago, como Onda del Yaque, que estaban más actualizadas.
Entre las tareas de la escuela, la lectura de todo lo que nos llegaba, incluyendo las historietas que intercambiábamos con amigos, y escuchar la novela de Cazán el Cazador, Amo de la Selva, transcurrían nuestros días en el sector El Capacito, donde residí desde los 9 años.
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Era la primavera de 1965. El país vivía la incertidumbre de los acontecimientos tras el derrocamiento de la dictadura, pero los temaspolíticos eran de los adultos. Mis padres, con mucha frustración por el golpe de Estado dos años antes, eran del PRD de Juan Bosch, ese hombre que hablaba tan claro, decía mi madre.
Llegó abril y esperábamos la Semana Santa para, como cada año, ir a la iglesia. Éramos fieles católicas y, antes que una playa, nuestras madres nos convencían de que la iglesia era el camino en la Semana Mayor. Íbamos de giras a los ríos y playas, pero nunca en Semana Santa.
Al día siguiente del Viernes Santo estalló la guerra de abril. Todo cambió. El Domingo de Resurrección, los hombres fueron compelidos a buscar armas en la Fortaleza Duarte para venir a pelear a la capital.
Varios camiones cargados de jóvenes que lograron obtener algunas armas salieron de la ciudad; a mi papá le tocó un colín, porque según los militares, las armas de fuego se habían acabado. Ese colín perduró en nuestra casa hasta que murió mi padre en 1990.
Todo esto lo cuento porque el 25 de junio nos despertamos con el tableteo de ametralladoras en un destacamento relativamente cercano a nuestra casa. Nos tiramos al piso porque las ráfagas se escuchaban cerca. No sentí miedo, sino la ilusión de que se iba a materializar algo que habíamos escuchado: San Francisco de Macorís será una zona liberada.
En la capital, la lucha era muy dura y la desinformación terrible.
Vivíamos en zona de guerra, no había luz y solo dos emisoras daban noticias. Teníamos que escuchar las emisoras extranjeras y radio bemba; llegó a decir que los revolucionarios estaban tan fortalecidos que hasta el Che Guevara había penetrado al país, cuando en realidad los invasores del 28 de abril habían dividido la ciudad.
Los muchachos de mi pueblo fueron traicionados, delatados, vilmente asesinados. Es muy difícil olvidar a amigos queridos como Franklin Delano Rosa Pichardo y Chepe Sánchez, entrañables del barrio y de los primeros combatientes caídos ese fatídico día junto a otros valientes hijos del Jaya.
Los episodios vividos el fatídico 25 de junio de 1965 no salen de nuestra memoria y el recuerdo de un fanático comentarista que decía: “los comunistas tienen su himno, Nathalie y nosotros Dominique”.