Los indicadores de salud del país se encuentran en estado crítico. Por ejemplo, según el Atlas Mundial de la Fuerza Laboral Sanitaria de la OMS, en 2017 América Latina tenía 2.3 médicos por cada 1,000 habitantes, y en la actualidad en el país tenemos solo 1.5. En 2018 en el continente había 5.1 enfermeras por cada 1,000 habitantes y en el país solo 1.4. En 2014 el número de camas por cada 1,000 habitantes en la región era 2.2, y en RD actualmente es apenas 0.8.
Según la propia OMS, en 2019 República Dominicana tuvo la tasa de mortalidad infantil de menores de un año más alta entre 19 países de la región. Con una tasa de 23.5 muertes por cada 1,000 nacidos vivos, el país supera por mucho el promedio de los países seleccionados, ubicado en 13.
En lo que respecta a la mortalidad materna, según la OMS en 2017 RD ocupaba el puesto 15 entre 19 países de la región, con una tasa de 95 muertes maternas por cada 100,000 niños nacidos vivos, superando por mucho el promedio regional de 69.
Hay dos explicaciones claves para esto, que no son la mala suerte ni la falta de recursos. Una es la baja inversión pública, que se traduce en insuficiencia de personal, condiciones laborales, infraestructura, equipos e insumos. El Estado dominicano invirtió solo el 1.75% del PIB en salud en 2019 y, producto de gastos extras en la pandemia, este porcentaje se elevó a 2.7% en 2020.
Sin embargo, para 2021 se ha propuesto invertir solo 2.2%. En esto también marcamos récord: en 2018, según CEPAL, fuimos el penúltimo país en menor gasto público en salud con un 1.7%, mientras el promedio regional fue 4%.
Junto con la baja inversión pública, la otra razón es la mercantilización. Al imponer por ley la industria de los llamados “seguros” (en realidad son “administradoras de riesgos”) y hacer competir al sistema público con los proveedores privados -como si el primero fuera un ofertante más y no un garante de derechos- se hizo legal y normal la precariedad, tener un “plan” en lugar de derecho a la salud, y que cada quien vea cómo puede pagar para salvarse.
Si en el pasado se prometió que con la Ley No.87-01 los servicios de salud se iban a financiar, el pago de bolsillo iba a disminuir, los centros públicos se iban a dignificar y el Primer Nivel iba a funcionar, los hechos han derrumbado esas fantasías y han sido coherentes con la evidencia internacional.
La enfermedad es el negocio mientras la prevención y la promoción son deplorables. La mayor parte del gasto sigue siendo el que hacen directamente los hogares al no tener servicios garantizados. Este gasto de bolsillo junto con los “seguros” se han convertido en la principal fuente de gasto en salud. En cuanto a las ARS, del régimen contributivo el 93% de los fondos van a prestadores privados, que reciben también casi el 49% de los recursos del régimen subsidiado. Un bizcocho en bandeja de plata para lucrar de él, mientras el sistema público se deteriora.
La Constitución reconoce la salud integral como derecho fundamental y la Estrategia Nacional de Desarrollo estableció para 2020 un gasto público del 4% del PIB a la salud. La pandemia tiene que servir -como en todo el mundo- para saber que la libre prestación privada es una cosa, pero que sólo una Salud Pública fuerte y robusta, digna y de calidad, garantiza derechos para todas y todos. El Estado debe proveerla, y para esto tiene que recuperar su rol político y económico.