85 años después

85 años después

Cuando su compañero de incienso y altar, de campanario y sacristía, de carencia e ilusión lo escuchó tocar el armonio, en la iglesia del pueblo, le preguntó: ¿dónde aprendiste? El niño prodigio, frágil, pendenciero, le respondió a su amigo de entonces y hasta siempre, Hugo González: Yo no sé. Sólo sé que estoy tocando.
Quizás todavía no sepa, porque como él declara: “un artista es un individuo dotado por la naturaleza de una condición especial, por cuyo medio se revela la naturaleza, la belleza de la creación y la existencia. La música no se adopta como profesión, tampoco es una decisión que se toma, un camino para escoger… es un dulce y noble llamado de lo ignoto, exige aceptación sin reservas y eterno compromiso.”
Consentido por su abuela Petronila, su madre América y su hermana Enoe. Con la dignidad encaramada en la segunda planta de la calle Beller 89, fortín y resguardo. Hasta los 18 años, Rafelito pensó que el éxito de aldea era su sino, Puerto Plata su reino. El tufo de la tiranía abarcaba los recovecos de la isla y los sueños tenían límites. Sin embargo, en algún momento, el más joven pianista del pueblo intuía una promesa, más allá del horizonte insondable del Atlántico. Cautivo del terruño, seguro entre hicacos y amapolas, atrapado por la melodía de las olas y el murmullo del viento que estremecía astillas. Estaba atado a la ubérrima prisión de verdiazul y de afectos. Una carta del afamado violinista y compueblano José Lora Reyes, fue chispa. Zopenco! le llamó el hijo de su admirado profesor Luis Lora, porque no se atrevía a levar anclas, a emigrar con su talento a cuestas, con millones de notas esperando el pentagrama.
Cuando hay tanto que decir, a veces nada se dice. Omitir puede ser herejía, aunque los indicios acercan al personaje que retoza con los años, los engaña. Protagonista de la historia del arte, que continúa creando, disfrutando. Ese, que a los 21 años dirigía la Orquesta Angelita, el mismo que estudió en el Conservatorio Nacional de Música y conoce e interpreta los clásicos, compone cantatas y sinfonías.
Rafael Solano Sánchez, “el maestro”, el hombre del pambichino y el jaleo, que gracias a la prudencia y al silencio, pervivió, cuando pocos tenían la audacia de existir sin doblegarse. Autor de las canciones que, desde la década de los 50, del siglo pasado, acompañan amores y desamores. Composiciones que aligeraron el asedio y la sangre. Permitieron soñar a la generación destrozada por la guerra y la derrota, por ausencias y decepciones. Encubrió con melodías el desarraigo de la trinchera y luego, con los clarines de paz, pensó posible un mundo de amor y caridad. Muchos desconocen sus reconocimientos, sus devaneos políticos, su función diplomática, su pasión por la familia y por preservar a los amigos, hacerlos resistentes a las tempestades que amenazan la lealtad. Ha sabido retar agravios con nobleza. Tararea Por Amor en francés, inglés, japonés, alemán. Quizás el monaguillo, pendiente del carrillón y el cáliz, mirando el mundo desde el altar, siempre al lado de Hugo, jamás imaginó que tocaría con Charlie Fisk ni que Eartha Kit interpretaría una de sus canciones, como lo hacen otros grandes. El 10 de abril le pertenece, sin el, no es él. Su madre repetía con cadencia inigualable que Rafaelito había nacido ese día y Solano lo dice con el mismo gracejo y la ternura de la progenitora. Tanto celebra su vida que convirtió la fecha en una composición emblemática del cancionero dominicano.
Ayer, prometió permanecer 20 años más. Viajero incansable, sibarita sin estridencias, evoca más que nunca los rincones de su infancia y adolescencia, espacios y personas que forjaron su leyenda. No cuenta dolores, empero, venció esa mezcla infame de admiración, misericordia y envidia. Esa que da y regatea y después exige genuflexión. Fue profeta en la aldea y eso enorgullece a cualquiera. Solano cumplió 85. Él es su mejor composición.

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