¿Dónde se detiene el ciervo? No aquí

¿Dónde se detiene el ciervo? No aquí

NUEVA YORK – Aceptar la responsabilidad es una parte esencial de la vida cotidiana, algo que enfrentan todos los padres e hijos, los jefes y los trabajadores, los amigos y colegas, o saben que deberían enfrentar. Pero para un presidente de Estados Unidos es bastante raro, y al menos en opinión de algunos historiadores y expertos en el gobierno, se está volviendo más raro, conforme una cultura nacional de eludir la culpa permea la política estadounidense.

Así fue la semana pasada cuando algunas palabras poderosas fueron dirigidas a los cónyuges y familias de quienes murieron hace dos años y medio en los atentados terroristas del 11 de septiembre.

«Su gobierno les falló. Los encargados de protegerlos les fallaron. Y yo les fallé». Las palabras de disculpa fueron inequívocas, pero el rostro era difícil de ubicar. No pertenecía a ninguno de los líderes reconocibles del gobierno, ni al Presidente George W. Bush ni al Secretario de Defensa Rumsfeld, el Secretario de Estado Powell o Condoleezza Rice, la asesora de seguridad nacional. He aquí a un hombre de edad mediana con cabello blanco y una bandera estadounidense prendida en su solapa izquierda: un ex funcionario de política exterior de nivel medio de tres administraciones presidenciales llamado Richard A. Clarke.

«Lo intentamos todo», dijo Clarke a las familias mientras testificaba ante una comisión que analizaba el 11 de septiembre. «Pero eso no importa porque fracasamos. Y por ese fracaso, yo les pediría, una vez que todos los hechos surjan, su comprensión y su perdón».

El mea culpa pareció profundamente significativo para las desoladas familias, que se arremolinaron en torno a Clarke cuando concluyó su testimonio. Pero el Presidente Bush no ofreció una declaración similar, ni el ex presidente Bill Clinton, para quien Clarke también había trabajado.

Una cosa es que un subalterno en el Consejo de Seguridad Nacional acepte la culpa a nombre no de uno sino de varios gobiernos, un acto situado entre lo admirable y lo presuntuoso. Pero otra muy distinta es que un presidente de Estados Unidos diga que lo lamenta.

En octubre de 1983, terroristas en Líbano condujeron un camión cargado de explosivos hacia un edificio que albergaba a infantes de marina estadounidenses, matando a 241. Ese diciembre, una comisión del Departamento de Defensa preparó para su divulgación un informe que reprendía a los oficiales en la cadena de mando por no salvaguardar a sus tropas.

Una copia fue enviada al Presidente Ronald Reagan antes de su divulgación. El lo leyó, recordó David R. Gergen, entonces su colaborador, y con poca discusión se dirigió a la sala de prensa. «Si hay alguien a quien culpar», dijo reagan ante los periodistas, «adecuadamente se sitúa aquí en esta oficila y recae en este presidente. Y acepto la responsabilidad por lo malo así como por lo bueno».

Los comandantes, dijo Reagan, no deberían ser castigados «por no comprender completamente la naturaleza de la amenaza terrorista de hoy».

Hubo algunas críticas en ese entonces a que Reagan hubiera frenado el proceso disciplinario militar. Pero en general, dijo Gergen, la aceptación de la responsabilidad por algo que sucedió durante su mandato mejoró enormemente el estatus de Reagan entre los militares y lo fortaleció durante el resto de su presidencia.

«Cada vez que he visto a un presidente o su equipo asumir la responsabilidad, esto ha tenido un efecto saludable», dijo Gergen. «La razón por la cual se ha vuelto tan raro es la forma en que se juega el juego de la culpa. Puede ser tan feroz que cada vez que admiten el más leve error va a ser explotado por el bando contrario».

Por supuesto, aceptar la responsabilidad, ya no digamos la culpa, por los acontecimientos del 11 de septiembre está en una escala diferente de virtualmente cualquier otra cosa que un presidente moderno haya tenido que enfrentar. Ciertamente, se pudiera argumentar que el 11 de septiembre es más análogo de Pearl Harbor que de Beirut, y el Presidente Franklin D. Roosevelt nunca aceptó la responsabilidad por ese ataque. En realidad, disuadió a los republicanos de convertirlo en un tema para la campaña de 1944, diciendo que perjudicaría al esfuerzo de guerra.

Pocas horas después de que las torres del World Trade Center se derrumbaran, partidarios de Bush y Clinton empezaron a culpar al otro del fracaso para detener a Al Qaeda, y han estado haciéndolo desde entonces en cualquier aspecto que pueden encontrar.

El historial es en realidad sorprendentemente claro, que hubo una serie de momentos que se remontan a por lo menos ocho antes del 11 de septiembre en que acciones más agresivas podrían haber producido un resultado diferente que esa mañana azul. Por ejemplo:

– En 1997, una comisión encabezada por el vicepresidente Al Gore recomendó medidas para reforzar la seguridad en las aerolíneas, incluyendo una revisión más estricta de los pasajeros y cerraduras más fuertes en las puertas de las cabinas. Defensores de las libertades civiles y la industria de las aerolíneas se resistieron.

– Osama bin Laden, aunque difícilmente un nombre familiar, era bien conocido como una amenaza. (En realidad, The New York Times publicó una serie en primera plana sobre él justo antes de que Bush asumiera la presidencia.)

– El World Trade Center estaba ya marcado evidentemente como blanco, desde el bombazo de 1993, y la idea de usar aviones como misiles se conocía por una conspiración frustrada para derribar la Torre Eiffel.

Entonces, ¿quién es responsable de no encadenar todo esto, de fallar en evitar la tragedia? ¿La industria de las aerolíneas? ¿La CIA? ¿Richard Clarke? ¿Bush? ¿Clinton?

El más famoso regalo presidencial en la historia estadounidense es discutiblemente un signo de vidrio de seis por 33 centímetros hecho en el Reformatorio Federal en El Reno, Oklahoma. De un lado, el que daba hacia el presidente, decía, «Soy de Missouri». Del otro, el lado que daba hacia los visitantes a la Oficina Oval, decía, «El Ciervo se Detiene Aquí».

Para el Presidente Harry Truman eso significó aceptar la responsabilidad de tomar las decisiones difíciles, incluyendo despedir al general Douglas MacArthur. Pero no necesariamente significó expresar pesadumbre por ellos posteriormente. Estaba orgulloso de decir que nunca perdió el sueño por su decisión de arrojar la bomba atómica, y 10 años después cuando fue invitado a Japón dijo que iría sólo si no tenía que besar la porción posterior de la anatomía de algún ciudadano japonés. (No fue.)

Bush puso en claro la semana pasada que coincidía más con el modo de comandante en jefe responsable personificado por Roosevelt que por Reagan, ofreciendo una prueba estrecha de responsabilidad presidencial en el contexto del 11 de septiembre.

«Si hubiera sabido», dijo Bush al día siguiente del testimonio de Clarke, «que el enemigo usaría aviones para atacar a Estados Unidos, para atacarnos, habría usado todos los recursos, todas las ventajas, todo el poder de este gobierno para proteger al pueblo estadounidense».

Es difícil imaginar a alguien -incluso los críticos más fieros de Bush- que dude de eso.

Pero la declaración de Bush ilustra la transición de una cultura política donde aceptar la responsabilidad demostraba la fuerza de uno a una cultura en la cual expone debilidad.

Comparemos las acciones de otro joven presidente enfrentado con una crisis al inicio de su gobierno. Era mediados de abril de 1961, y una invasión a Cuba organizada por la CIA había fracasado en un lugar llamado Bahía de Cochinos.

«Hay un viejo dicho», declaró el Presidente John F. Kennedy, «de que la victoria tiene cientos de padres y la derrota es huérfana». El presidente añadió: «Yo soy el oficial responsable del gobierno».

[b]Pese a la debacle, la popularidad de Kennedy aumentó.[/b]

Pero el estadismo no siempre es todo lo que parece, dijo Michael Beschloss, historiador presidencial. Aun cuando Kennedy estaba asumiendo la responsabilidad, sus colaboradores culpaban calladamente del fiasco -tras bastidores como dicen en Washington- al Presidente Dwight D. Eisenhower, quien había puesto en marcha la invasión. Eventualmente, un funcionario del gobierno de Kennedy, Stuart L. Udall, culpó a Eisenhower en público, lo cual provocó una fiera respuesta de su vicepresidente, Richard M. Nixon, y obligó a la Casa Blanca a retractarse. Kennedy, dijo su portavoz, Pierre E. Salinger, asumía toda la responsabilidad y quería que todos lo supieran.

En esos días, un líder asumía la responsabilidad en público y sus colaboradores propagaban la culpa sólo en privado. Hoy en día, esos colaboradores propagan la culpa por medio de la televisión por cable y sólo ex funcionarios de nivel medio asumen la responsabilidad. En la cultura de la política de hoy, los presidentes bien pueden temer admitir que no pueden hacer todo a la perfección.

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