El tiempo es implacable e imparable

El tiempo es implacable e imparable

El tiempo, el implacable
El que paso
Siempre una huella triste
Nos dejó
Qué violento cimiento
Se forjó
Llevaremos su marca
Imborrable
Aferrarse a las cosas detenidas
Es ausentarse un poco
De la vida
La vida que es tan corta
Al parecer
Cuando se han hecho cosas
Sin querer
En este breve ciclo en
Que pasamos
Cada paso se da por qué
Se siente
Al hacer un recuento
Ya nos vamos
Y la vida pasó
Sin darnos cuenta
Cada paso anterior
Deja una huella
Que lejos de borrarse
Se incorpora
A tu saco tan lleno
De recuerdos
Que cuando menos
Se imagina aflora
Porque el tiempo
El implacable
El que pasó
Siempre una huella
Triste nos dejó, Pablo Milanés

En la cultura china existe un especial respeto por los mayores. Por esa razón los cumpleaños más celebrados son a partir de los 60 años. El cumpleaños cumbre es cuando se llega a la tierna edad de 80 años. Mi padre murió sin haber podido cumplir los 70 años, la muerte lo atrapó con apenas 68 años (¡7 años más de lo que tengo ahora!). Mi madre soñó con celebrar sus 80, pero tuvo que partir por siempre cuando le faltaban dos años. El reconocimiento al mérito de vivir es una de las características más bellas de la cultura oriental.
Esa enseñanza de mi niñez de respetar y reconocer a los que han podido desafiar adversidad y han podido cumplir años, caló profundamente en mí. Por esta razón me sentí dichosa de haber llegado a los 40. Después, al superar airosamente una grave crisis de salud, celebré con el Padre del Cielo la llegada de mis 50 años. Después me dediqué a añorar, acariciar y soñar con la llegada de mis seis décadas de vida. Y ya ven, hace un año cumplí mis ansiados 60.
Recuerdo que cuando cumplí los 58 escribí un Encuentro en el que anunciaba a viva voz que solo faltaban ¡dos años! para llegar a esa particular meta existencial. Transcurrieron los días, los años y por fin pude alcanzar la hermosa edad de 60 años, había llegado a la plenitud de mi existencia. Lo celebré con Dios, gracias a una misa concelebrada por monseñor Agripino Núñez y el rector de la PUCMM, padre Alfredo de la Cruz. Les pedí a mis amigos Frank Luis de la Cruz y Carolina Caba que me ayudaran a organizarla. Quería agradecer al Supremo por el regalo de estar viva; dar incluso gracias por los problemas, las dificultades, las alegrías, las lágrimas y las preocupaciones, porque estas experiencias me hicieron más fuerte. Agradecer a Dios por el simple placer de vivir. Después organicé una fiesta, un encuentro mágico con mi familia y amigos. Bailé hasta que no tuve aliento. Preparé un CD con la música que reflejaba mi estadio de plenitud. Fue una semana de celebración porque reuní a mis amigas del colegio y nos reímos como niñas vestidas de vaquero. Y después, participé en todos los cumpleaños de mis amigas que también habían llegado a esa maravillosa edad.
Y como es el tiempo, que no se detiene, que es implacable, tanto que esperé mis 60 y ya he llegado a los 61 años. Sin darme cuenta, envuelta en proyectos de escritura, investigación y en múltiples actividades, profesionales y familiares, el tiempo me arropó, y así, sin darme cuenta, llegó un nuevo cumpleaños. Transcurrieron otros 365 días de mi historia personal.
¿Qué significa cumplir años? ¿Qué significa vivir? ¿Qué sentido tiene la vida en este tramo de la existencia humana? ¿Tiene sentido soñar a los 61? ¿Tiene sentido hacer planes? ¿Qué implica el retiro laboral cuando uno siente que tiene fuerzas y deseos de seguir haciendo cosas? Muchas preguntas más podrían surgir.
¿Les digo algo? Sé que ya he llegado a una edad en que tradicionalmente la gente siente que se le ha ido la vida. Pero confieso, me siento con fuerzas, con ánimo de seguir haciendo cosas, de continuar escribiendo, de investigar temas nuevos, de seguir aprendiendo. Tengo una larga lista de temas y autores que quisiera por lo menos conocer lo esencial de su pensamiento. No me alcanzará la vida para cumplir esa larga lista. Me siento con ánimos renovados para seguir ejercitándome, la manera más sana de combatir el inexorable paso del tiempo y su secuela de expansión inexplicable del volumen corporal. Deseos de seguir compartiendo con los amigos queridos, la familia nuclear y la ampliada.
Pero estoy consciente, más que consciente, que me quedan menos años por vivir de los que he vivido. He tenido la suerte de que la señora Muerte no ha tocado todavía mis puertas de forma insistente. He visto partir a mucha gente que he amado, amigos entrañables se han ido a destiempo.
A sabiendas que el imperativo del fin de la existencia es una realidad. Tomé varias medidas. Decidí molestarme solo con los conflictos que incluyen temas de principios. Las trivialidades cotidianas que me acogotan las dejo a un lado. Aprendí a valorar a los que de verdad me quieren. La familia ha sido y será por siempre el lugar de encuentro, los brazos que te esperan para la alegría o la tristeza. A fuerzas de desventuras, he tenido que aprender que hay conocidos, amigos y amigos-hermanos. Entendí, después de muchos años de innecesario estrés, que hay que equilibrarlo todo. Ser mujer gozando de las compras y las trivialidades que te hacen feliz. Encontrar belleza de lo nimio, lo pequeño, lo cotidiano. No entiendo cómo pasé años sin disfrutar la lluvia, el sol radiante, el calor cotidiano que agobia, el fresco de la mañana, la flor que nació de una orquídea que sembré, el pajarito que acude a beber el agua azucarada y que mueve sus alas en señal de alegría. En fin, he aprendido a ver la belleza de las cosas.
A mis 61 años ya no quiero experimentar nada nuevo. Solo deseo seguir haciendo las cosas que me gustan. Decidí que ya no tengo edad para aguantar necedades a nadie; que ya no quiero escuchar a los que se escuchan como alimento para sus vidas, y por eso hablan y hablan interminablemente; ya no quiero saludar al que no me apetece o me desagrada; no deseo hacer cosas por obligación, o sencillamente “me conviene”. En fin, decidí ser yo, como soy, con mis defectos, mis virtudes, mis necedades y mis carencias. Ya no quiero tener que aparentar lo que no soy o lo que no quiero. Ser yo, y nada más que yo.
Creo que me he ganado ese privilegio, gracias a mis 61 años vividos. Un privilegio que solo tenemos los de la tercera y cuarta edad. Por algo hemos logrado vivir. Nos merecemos el privilegio de romper moldes impuestos. He decidido que el transcurrir de mis días sea de alegría, aunque asome la tristeza. No importa si me quedan muchos o pocos los días que me faltan por vivir, solo sé que cada uno estará sellado por la pasión, el silencio, la alegría, la compañía y la soledad.

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