El país de las nubes

El país de las nubes

CHIQUI VICIOSO
Más cerca del mar, las palmeras y montañas que de las nubes, como fuego llegó la invitación del Emilio a visitar la región Mixteca, en las afueras de la ciudad de Oaxaca, México, lugar donde la inocencia permanece. Allí, cincuenta mujeres poetas de veinte países, compartimos los hogares de personas que construyen la poesía con sudor y manos, creyendo que nosotras éramos las poetas. A mí me recogió una joven de unos veinte y tantos años, con su pequeña Niña de diez, quien habita en lo que había sido un galpón para criar pollos, espacio dividido apenas por cortinas de plástico, sin instalaciones sanitarias.

Joven sombría, creyó poder encontrar en la conversación con una poeta, no solo la razón de su desencanto con la vida, sino del sin-sentido de su existencia. Huérfana, había sido recogida por una mujer que con el pretexto de «ayudarla a criar», no solo la esclavizó sino que se aseguró de que nunca creyera que la felicidad era posible. Sin sonrisa al final de tres largos días de conversaciones y limpiezas el testimonio más fehaciente de que para algo sirve la poesía, y si no la poesía, las poetas.

En el idioma místico, los y las indígenas también contaron y cantaron sus vivencias, y por encima del verbo primo la música de sus palabras; la sonoridad de la poesía japonesa, francesa, árabe, y la de todas nosotras, frente a una comunidad con un recogimiento propio de quienes asisten a las mujeres de parto.

En el Zócalo de Tezoatlan, pequeña comunidad de seiscientos habitantes, la banda municipal tocaba sus valses para niños y niñas que, vestidos con sus trajes ancestrales, nos ofrecían sus danzas. Estallaban en el aire los sonidos y caía de los techos aledaños una lluvia de globos de colores. Además de la lectura en la plaza, visitamos escuelas primarias e intermedias, y fue hermoso responder las preguntas de los niños y niñas sobre que es ser poeta, como si se pudiera -en un minuto- resumir el encuentro con lo por decir, eso que espera en el húmedo recinto del abecedario.

Fue también hermoso reencontrarnos en el rubor de los y las adolescentes y en la absoluta timidez con que articulaban las mismas interrogantes: ¿Cómo se convierte uno en poeta? ¿Cómo se hace descender los astros? ¿Qué se hace con el rumor de los verdes y los amarillos? ¿Con la voz del viento?. Ya en la universidad, Eros hizo de las suyas y cuando, envalentonada, alguna leyó su poesía erótica, una mirada cómplice hizo sonreír a los estudiantes.

Conjuntamente con las visitas a las escuelas y universidades, aprovechamos para visitar las iglesias. Fue solo al final del encuentro que me di cuenta de que la dominación espiritual de las naciones indígenas de México fue realizada por los «Dimini-Cani», o «perros del Señor», de la orden de Santo Domingo, responsables de la profesión en los territorios místeca y zapoteca de millares de capillas, iglesias y casas conventuales cuyas dimensiones, como la Iglesia de Santo Domingo en Oaxaca, sobrepasan lo imaginable.

«Domini-Canas», esta vez con la única arma del texto, «Perras de la poesía», corazones cansados, algunas músculos de tristeza, una apenas comenzando su ejercicio como poetas, otras con la sabiduría de los años, algunas toda risa y luz, como en las selvas de sus país o la erupción de sus volcanes, todas fuimos hijas y madres, madres e hijas hermanas, en roles que se alternaban según nos fuera afectado la belleza de la ciudad México, la de Tezoatlan, Monte Alban, antiguo Cerro del Tigre; Mitla, la ciudad de los muertos, o la inombrable presencia de los Dioses y Diosas en las pirámides. Creo poder decir que no hay una sola de nosotras que no haya regresado conmovida, más humana, mas mujer, más determinada a que la poesía se convierta -de verdad- en la de la tierra en las veinte naciones que, en el País de las Nubes, representábamos. Génesis, agua bautismal para Evas contemporáneas, regresamos a esa gran útero universal que es el lenguaje, cargadas de nubes.

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