Crítica
Franklin Mieses Burgos, poeta universal

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La actual Feria Internacional del libro está dedicada al gran poeta dominicano y universal Franklin Mieses Burgos; no me luce, pues, inoportuno verter algunos comentarios acerca de su inmortal obra lírica

POR LEÓN DAVID
La voz poética de Mieses Burgos, la más pulcra, alta y melodiosa del Parnaso dominicano, cumbre de las letras en lengua española de todos los tiempos, sigue siendo, a más de tres décadas de haber fallecido el bardo, un secreto que aguarda todavía su descubridor. Si el aedo, en lugar de haberle tocado nacer en una insignificante isla del Caribe que sesteaba su mestizo letargo bajo el sol del trópico, hubiera visto la luz en alguna urbe continental menos reacia a los estímulos del pensamiento y a la cosecha de las frondosas espigas de la cultura, de seguro el nombre de Franklin Mieses Burgos estaría en boca de cualquier hombre medianamente instruido del planeta, como ocurre con figuras del relieve opimo de un César Vallejo o un Jorge Luis Borges.

El aislamiento insular, el escaso peso político y social de nuestra nación en el concierto de los países latinoamericanos, la inexistencia de una vigorosa vida intelectual en nuestras principales ciudades, la indigencia generalizada, la ausencia de instituciones públicas y privadas encargadas de respaldar nuestros valores artísticos y literarios, el oscurantismo de un régimen despótico que treinta años durara, seguido por la inconformidad y la agitación social luego de su derrumbe, a lo que habría que adunar el hecho ciertamente significativo de que el poeta nunca viajó al extranjero, son algunas de las razones que acuden a la mente para explicar (siempre de manera insatisfactoria) las sombras que se han cernido hasta el día de hoy sobre la obra sencillamente genial e insuperable de Franklin Mieses Burgos.

Aun cuando, bien miradas las cosas, me asalta la sospecha de que la índole misma de su poesía, de clásica tesitura, de sonámbula y alucinada estampa, de soberbios perfiles, de exquisitas cadencias, de onírica altivez, de angustiada e intimista raigambre, de transparente idealidad y tremoroso vuelo metafísico, por haber sido escrita y dada al “arduo honor de la tipografía”, como diría Borges, en época signada por la retórica desaseada de las vanguardias, las estridencias y descomposturas que enaltecieron hasta entronizarlos en canon el desaliño, la vulgaridad y la estupidez, la haría lucir extrañamente anticuada, excéntrico vestigio de formas expresivas supuestamente superadas, lo que, en cierto modo, daría cuenta del ominoso olvido al que ha sido relegado mi ilustre compatriota… En fin, sea cual fuere la verdad o el error de estas especulaciones precipitadas, lo cierto es que ni la miseria de la insularidad ni las modas estéticas en boga favorecían el reconocimiento de un numen apasionadamente apegado, por formación y por temperamento, a los más impolutos valores de nuestra hispana tradición.

Porque (ha llegado el momento de señalarlo) si algo encarece la Musa de Franklin Mieses Burgos es su sostenida perfección. No es muy extensa ni abundante su obra; pero todo lo que escribiera lleva la rúbrica de la inspiración.

Si por alguna taxativa circunstancia me viese conminado a enumerar lo que juzgo valores supremos de la poesía de Mieses Burgos, amén de la referida constante elevación del tono y el aliento, tendría que añadir la envolvente, la casi milagrosa musicalidad; la acuidad se su intuición metafórica que siempre acierta a trasladar a la prístina faz de la imagen la sensación vaga, el estremecimiento furtivo, la presagiosa pupila oculta de las cosas; su preciosismo de buena ley, fruto de un refinamiento natural que aborrece de toda ostentosa garrulería; y last but not least, esa ternura, esa candidez, ese fuego, esa generosa palpitación humana de cuya sinceridad no es posible dudar, carnal presencia que, infiltrándose por todos los resquicios de su palabra bajo la forma de desesperado apetito de ser y sed de ultimidades, nos contagia y eleva a la embelesada dimensión de las certezas presentidas que sólo la Belleza, en su deslumbradora desnudez, consiente conjurar.

Todas estas cualidades que definen y burilan el estro lírico de Franklin Mieses Burgos es fácil advertirlas en cualquiera de sus poemas, pues, como ya lo dijéramos, no hay estrofa salida de su cálamo que no ostente la impronta de la excelsitud con que los ángeles bendicen al afortunado mortal para señalarlo como el elegido de la divina gracia.

Tomemos, a modo de ilustración, con el fin de subrayar que no miento ni exagero en un ápice al conferir las más honrosas palmas a su poesía, la composición titulada

ESTA CANCIÓN ESTABA TIRADA POR EL SUELO

Esta canción estaba tirada por el suelo/Como una hoja muerta sin palabras./La hallaron unos hombres que luego me la dieron/Porque tuvieron miedo de aprender a cantarla./Yo entonces ignoraba que también las canciones,/Como las hojas muertas caían de los árboles,/No sabía que la luna se enredaba/En las ramas que sueñan bajo el agua,/Ni que comían los peces/Pedacitos de estrellas/En el silencio de las noches claras./Yo entonces ignoraba muchas cosas iguales/Que eran todas posibles/En la tierra del viento,/En donde la leyenda no es una hierba mala crecida en las riberas,/Sino un árbol de voces/Con las cuales dialogan/Las sombras y las piedras.//Yo entonces ignoraba muchas cosas iguales/Cuando aún no era mía/Esta canción que estaba tirada por el suelo,/Como una hoja muerta sin palabras.//Pero ahora ya sé de las formas distintas/Que preceden al ojo de la carne que mira.//Y hasta puedo decir por qué caen de rodillas,/en las ojeras largas/que circundan la noche,/Las diluidas sombras de los pájaros.

Este poema de perfiles definitivos desarrolla en cristalinas y descalzas estrofas el tema del poder de videncia que otorga la palabra poética. Trátase, pues, de un poema que hace objeto de meditación a la propia poesía. No obstante la densa y ricamente fantasiosa metamorfosis que sufren los significados primarios de los vocablos en punto a gestar un universo hechizado uncido a la soberanía del número y la imagen, la paráfrasis de su núcleo de ideas, de su contenido –como solíamos decir en nuestra preceptiva escolar- en modo alguno ofrece dificultad… El esqueleto conceptual del poema podría ser resumido en dos o tres enunciados triviales: según nuestro bardo, la poesía es un fenómeno natural porque brota del lenguaje, de la palabra, como de la semilla el árbol o de la roca el manantial. En este sentido, en razón de que hablamos, todos los seres humanos somos potencialmente poetas. Mas cada cual ha de descubrir por cuenta propia el secreto jugoso que encierra el habla. Quien lo descubre se convierte en cantor, o sea, en adivino, en iluminado, en criatura sagrada ungida con el don de contemplar el ser tras las apariencias; quien, pasto de la desidia o del miedo, como suele acaecer con el común de los mortales, no lo descubre, dejará que la poesía que encierra el coloquial lenguaje ruede “por el suelo/Como una hoja muerta sin palabras”. Empero, lo que acabo de glosar no pasa de ser la vacía red del pensamiento: para que la misma se trasmute en poema ha de ser lanzada al mar y luego extraída del insondable reino de Neptuno con abultada cosecha de peces fulgurantes. Es, justamente, lo que hace Franklin Mieses Burgos. Porque, bien lo sabemos (y es famosa la anécdota de Mallarmé aleccionando a Dégas) aunque contiene ideas, no se construye la poesía con ideas sino con palabras…, palabras que en el poema de marras han sido cuidadosamente seleccionadas para generar una visión empapada de misterio, envuelta en melancólicas gasas crepusculares. Las imágenes tomadas de la naturaleza campestre (agua, ramas, luna, silencio, estrellas, piedras, riberas, sombras) al irse articulando unas con otras dentro del cauce inexorablemente melodioso del verso, merced al sesgo nocturnal, simbólico e intimista del cuadro que se nos propone, no concitan un panorama bucólico, como sería lícito esperar de los encantadores decorados, de ordinario un tanto artificiosos, de la égloga, sino que nos obligan a penetrar en un dominio de espectrales formas y contornos vagos, un paisaje de absoluta limpidez y sutileza al que sólo lograremos acceder si, sumergiéndonos en nosotros mismos, recalamos sobre las playas iridiscentes del asombro.

Es notable en Franklin Mieses Burgos esa vocación metafísica que, casi hasta los extremos de la obsesión, le empuja a otear tras la epidermis engañosa de lo que denominamos “realidad”, tras la opacidad material de las cosas y objetos, las esencias –suprema Belleza- que a los ojos del común permanecen por siempre mudas e indescifrables.

En las dos últimas estrofas de la soberbia composición que estamos comentando, el vate nos confirma estar en posesión de esa facultad superior que le permite hospedarse, como en casa propia, en los abismales aposentos del enigma:

Pero ahora ya sé de las formas distintas/Que preceden al ojo/De la carne que mira./Y hasta puedo decir por qué caen de rodillas/En las ojeras largas que circundan la noche,/Las diluidas sombras de los pájaros.

El poeta sabe porque ha visto… ¿Seremos capaces nosotros de ver lo que él nos muestra? Con su poesía dejo al lector. Que ella nos invada, nos inunde, nos eleve, y nos ponga a soñar.

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