La radio y la TV de la infamia

La radio y la TV de la infamia

POR RAFAEL ACEVEDO
Meses atrás, apareció en HOY un artículo de Jorge Ramos, sobre la consabida inoperancia de la Comisión de Espectáculos Públicos y Radiofonía. Se refería en particular a los problemas que hay con el reglamento 301-05, «que sustituía el obsoleto 824, que sólo duró 12 días, dejando a la Comisión de manos atadas». Decía además: «Las expresiones vulgares siguen por su cuenta en la radio, sin que la Secretaría de Cultura y su dependencia, la vilipendiada CNEPR hagan nada».

Probablemente todos hemos sido agredidos por algún medio de comunicación, con escenas violentas, obscenas, o con palabras excesivamente groseras, de esas difíciles de pronunciar hasta para los varones más rudos y atrevidos del barrio, cuando no definitivamente nauseabundas.

Conozco casos de personas que al ser difamadas han iniciado acciones de violencia, que por azar fueron descubiertas y disuadidas por sus familiares. Gente muy valiosa que puede echarse a perder a raíz de situaciones injuriosas irresponsablemente inducidas.

En los medios se ha desarrollado una fauna que va desde los que actúan en «defensa preventiva», hasta exitosos y temidos extorsionadores; pasando por una serie de «promotores políticos», disfrazados de comunicadores y de «interactivos», también a sueldo en partidos, en facciones o en Palacio. Son calamitosas las debilidades del Sistema de Justicia. Recientemente, una persona de honorable trayectoria quiso defenderse legalmente, y le cobraban US$35 mil por adelantado, sin ninguna seguridad sobre los resultados de un largo y pesaroso proceso en nuestras cortes.

Sin embargo, la tradición legislativa y las leyes vigentes son muy claras en cuanto a la soberanía del Estado sobre las frecuencias de radio y TV y los fines sociales de la comunicación mediática. La Iglesia Católica ha sentado cátedra en sus Encíclicas, sobre el uso de los medios como «propiedades inalienables de la Comunidad, con vista a la salud moral y espiritual de los pueblos».

La Comunicación Social es una industria que goza de una prosperidad hasta hace poco inimaginable. Hoy día en los medios hay gente económica y políticamente poderosa. Por ello, los empresarios, los trabajadores de este negocio, estamos en la necesidad de cuidar los bienes de capital, las marcas, los productos y los servicios; de verificar la calidad y la satisfacción de los públicos con los mismos, y evaluar los beneficios y daños que esos productos o servicios causan a sus audiencias, que son, más propiamente que los anunciantes, los que al cabo pagan las grandes facturas publicitarias, y mayormente aún, cuando el anunciante es el Gobierno.

No es correcto dejar todos los mecanismos de control social de las comunicaciones a funcionarios que carecen de visión o vocación para ponerle atención al desbarajuste de los medios. O escudarnos tras dudosas interpretaciones del principio de la Libertad de Expresión y Difusión del Pensamiento (que no de perversidades ni malacrianzas). No debemos abandonar a su propia suerte, ya en extremo aciaga, al «soberano público», harto desnutrido de moral y entendimiento y, a cambio de más dignos placeres, afanoso de novelerías y gozador de dificultades ajenas.

No es a gentes pobres y analfabetas a quienes corresponde la tarea de descartar programas degradantes y comunicadores irresponsables. Ni siempre a clases medias, otrora mayores depositarias de altos valores y sanas costumbres; últimamente agobiadas por afanes consumistas y el pluriempleo; que han perdido control sobre sus propios hijos y sobre asuntos comunitarios que en el pasado provincial fueron de su irrenunciable incumbencia.

Cuidado con abandonarnos a la impotencia, o con sumergimos colectivamente en una «depresión blanca», en que todo nos da lo mismo. Debemos, en cambio, ver oportunidades de crecimiento moral y espiritual, aunque para ello debamos pedirle a Dios creatividad, valentía y entusiasmo.

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