Mujeres modernas

Mujeres modernas

ÁNGELA PEÑA
Son las seis de la mañana. El despertador no para de sonar y no tengo fuerzas ni para tirarlo contra la pared. Estoy acabada. No quiero tener que ir al trabajo hoy, quiero quedarme en casa cocinando, escuchando música, cantando. Si tuviera un perro lo pasearía por los alrededores. Todo menos salir de la cama, meter primera y poner el cerebro a funcionar. Me gustaría saber quién fue la bruja, la matriz de las feministas que tuvo la infeliz idea de reivindicar los derechos de la mujer y por qué hizo eso con nosotras, las que nacimos después de ella.

Estaba todo tan bien en el tiempo de nuestras abuelas. Ellas pasaban todo el día bordando, intercambiando recetas con sus amigas, enseñándose mutuamente secretos de condimentos, trucos, remedios caseros, leyendo buenos libros de las bibliotecas de sus maridos, decorando la casa, podando árboles, plantando flores, recogiendo legumbres de las huertas y educando a sus hijos. La vida era un gran curso de artesanos, medicina alternativa y cocina.

Hasta que vino una fulanita cualquiera a la que no le gustaba el corpiño y contaminó a varias otras, inconsecuentes rebeldes, con ideas raras sobre «Vamos a conquistar nuestro espacio». ¿Qué espacio ni qué nada? Ya teníamos la casa entera, todo el barrio y hasta el mundo a nuestros pies. Teníamos el dominio completo sobre los hombres; ellos dependían de nosotras para comer, vestirse y para hacerse ver delante de sus amigos. ¿Qué rayos de derechos quisieron brindarnos? Ahora ellas están confundidas, no saben qué papel desempeñan en la sociedad, huyen de nosotras como el diablo a la cruz. Ese chiste, esa gracia, acabó llenándonos de deberes. Y lo peor de todo es que acabó lanzándonos dentro del calabozo de la soltería aguda.

Antiguamente, los casamientos duraban para siempre. ¿Por qué? Un sexo que tenía todo lo mejor, que sólo necesitaba ser frágil y dejarse guiar por la vida, comenzó a competir con los machos. Miren el tamaño del bíceps de ellos y miren el tamaño del nuestro: estaba claro: eso no iba a terminar bien.

No me aguanto más salir corriendo para quedarme embotellada en el tránsito y resolver la mitad de las cosas por el celular, correr el riesgo de ser asaltada, de morir embestida, instalarme todo el día frente a la PC trabajando como una esclava (moderna, claro), con un teléfono en el oído y resolviendo problemas para salir con los ojos rojos (por el monitor, que para llorar de amor no hay tiempo).

Estamos pagando el precio por estar siempre en forma, sin estrías, depiladas, sonrientes, perfumadas, uñas perfectas, sin hablar del currículum lleno de maestrías, doctorados y especialidades. Nos volvimos «súper mujeres»… Pero seguimos ganando menos que ellos. ¿No era mucho mejor seguir tejiendo en la mecedora? ¡Basta! Quiero que alguien me abra la puerta para que yo pase, que corra la silla cuando me voy a sentar, que me mande flores y cartitas con poemas y que me dé serenatas en la ventana. Si nosotras ya sabíamos que teníamos un cerebro y que lo podíamos usar ¿Para qué había que demostrárselo a ellos? ¡Qué fría está esta solitaria y grandísima cama. Quiero otra vez que mi maridito llegue del trabajo, que se siente en el sofá y diga: «Mi amor ¿me traerías un whisky, por favor? O ¿qué hay de cenar? Porque descubrí que es mucho mejor servirle una cena casera que atragantarme con un sándwich y una gaseosa mientras termino el trabajo que me traje a casa.

¿Piensan que estoy ironizando? No, mis queridas colegas inteligentes, realizadas, liberadas y… abandonadas. ¡Estoy hablando muy seriamente! Estoy abdicando de mi puesto de mujer moderna. ¿Alguien más se suma? (Enviado por Laura Sigarán)

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