Esperanza de resurrección

Esperanza de resurrección

En este domingo conmemorativo de la resurrección de Jesucristo, acontecimiento que fundamenta la fe de los cristianos, hay motivos para renacer a la esperanza de renovación de la Iglesia Católica, con un nuevo Papa que reivindica el postulado de que el hijo de Dios no ha venido a ser servido, sino a servir, a ser uno entre todos, con sencillez, humildad y fraternidad.

El nuevo Papa, mezcla de jesuita y franciscano, que escoge el nombre de Francisco de Asís, reivindicando el voto de pobreza y la dedicación a los más necesitados de consuelo y solidaridad, despierta esperanzas de resurrección en toda la cristiandad y en un mundo urgido de un nuevo liderazgo que inspire un renacimiento de los valores éticos, de justicia y fraternidad.

Hay motivos para la esperanza con un Pontífice que renuncia al oropel y el lujo, que no se amarra a la frialdad protocolaria, que ya proclamado Papa hace su maleta y paga él mismo la cuenta de la residencia donde se hospedaba en Roma, que rechaza automóviles de lujo y pide que oren por él, que se propone cargar con la cruz de Cristo, salir de los palacios y mezclarse con la gente.

Pudiera ser pose de novicios, pero Jorge Mario Bergoglio, el Arzobispo de Buenos Aires, una de las diócesis más grandes del catolicismo, vivía con modestia,  andaba solo en el Metro y no frecuentaba las mesas de la abundancia. Hay razones para esperar que no se deje atrapar por el boato y el poder temporal tan contradictorios de la doctrina que predicó el inmenso profeta de Galilea.

Que Bergoglio no haya sido un obispo ni un cardenal progresista no es suficiente para descalificarlo ni para ignorar la posibilidad de que encarne una resurrección de los valores  fundamentales del cristianismo. Después del regresionismo que encarnó Juan Pablo Segundo, en ese cónclave no había ningún cardenal con el sello de progresista. Pero tampoco lo era en 1958 el cardenal Guiseppe Roncali, quien convertido en el Papa Juan XXIII, “el Papa bueno”, produciría la mayor renovación de la Iglesia en toda su historia, con el Concilio Vaticano II y las encíclicas Madre y Maestra y Paz en la Tierra.

 El Papa Francisco no ignora la responsabilidad que le ha tocado tras la abdicación de su predecesor, quien se declaró impotente para afrontar los retos de una Iglesia que “está en ocasiones desfigurada por las divisiones dentro del cuerpo eclesiástico”, que concluyó lamentando “la hipocresía religiosa, las actitudes que buscan el aplauso y la aprobación”, así como “el individualismo y las rivalidades.” Benedicto XVI tuvo la humildad de renunciar reclamando una resurrección: “La Iglesia, que es madre y maestra, llama a todos sus miembros a renovarse en el espíritu, a reorientarse decididamente hacia Dios, renegando del orgullo y del egoísmo para vivir en el amor”.

 Los desafíos están a la vista de todos: una Iglesia que borre iniquidades y se purifique, que recupere la colegialidad, que sea ejemplo de transparencia, que renueve sus estructuras y se olvide de la monarquía y la exclusión para interiorizar la diversidad, la tolerancia, la democracia y la participación, para aproximarse a la gente común, para practicar el cristianismo apartando a los profanadores del templo.

El cardenal cubano Jaime Ortega ha publicado el manuscrito de una intervención de Monseñor Bergoglio en el cónclave antes de ser electo Papa: que “la evangelización es la razón de ser de la Iglesia, llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias”, que “cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial, una suerte de narcisismo teológico”, y que “hay dos imágenes de la Iglesia, la iglesia evangelizadora que sale de sí, o la iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí”. Y que “esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas”.

Quiera Dios que no se apague la luz de esperanza de renovación, de resurrección, que ha encendido el primer Papa latinoamericano y jesuita.      

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