El candidato que resulte bueno para el primer tramo necesitaría, de todos modos, ser mejor para el segundo, si es que en la vuelta inicial nadie llega a la meta. Bajo esta fórmula de elección que busca garantizar que los gobiernos salgan de las urnas con auténtico respaldo mayoritario, los votantes reciben una oportunidad adicional para afinar la puntería.
La regla de votación de mitad más uno obliga a un borrón y cuenta nueva para seguir adelante en la búsqueda del aspirante de las grandes mayorías.
Fallar en el primer intento debe ser considerado como una descalificación de todos los proyectos.
De hecho, los votos de una primera vuelta que no sirvan para definir se van a la porra, como si nunca los hubieran echado, a pesar del mucho trabajo que de ordinario pasa el ciudadano madrugando y formando filas por horas y horas, con tensión agotadora. Todo para que entonces el sufragio tenga menos valor que una guayaba podrida.
Me sentiré mal si resulta que el candidato que favoreceré me hace echar un voto para nada. Merecería que le preguntara ¿acaso no dijiste que eras la maravilla y que el pueblo te apoyaba lo suficiente? No pocas veces la estima por algún aspirante se deriva de la suposición de que cuenta con una excepcional aprobación pública. Aunque fallar en el primer intento es un revés colectivo, sucede que solo reciben una segunda oportunidad los dos candidatos de mayores votaciones. Las minorías candentes, las que con más firmeza critican los vicios de la política vernácula, dejan de ser opción y el sufragante pierde la posibilidad de arruinarles la fiesta a los peces mayores de esta democracia imperfecta.