Luis Scheker Ortiz
El tema ha sido motivo permanente de discusión. Sutileza que de repente podría convertirse en vórtice político del actual proceso electoral. El voto confiere legalidad al proceso, pero no siempre legitimidad.
Apegada a la legalidad y catapultada por diferencias internas y externas por el mal uso y abuso de los recursos del Estado para favorecer al Candidato-Presidente, la Junta Central Electoral, igual que el gobierno electo, presionado por la situación económico-social que se avecina, podría verse en serias dificultades.
La teoría jurídica privilegia la obediencia a la ley, como valor supremo de convivencia social. Y se preocupa porque lo legal se ciña a lo moral que lo legitime. Derecho, Moral y Política son tres pilares donde descansa la sanidad de un sistema de gobierno democrático, siendo su desequilibrio fuente de confusión e inestabilidad. Lejos de ser excluyentes, se complementan enraizando lo genuinamente deseable.
El órgano que aplica la ley supone una superioridad que obliga a la obediencia. Pero para que ésta sea real y efectiva, no compulsiva, preciso es que la decisión, además legal, responda a los fines y valores morales que la sustentan. No bastar con decir: dura lex sed lex, para lograr su debido acatamiento y sumisión, si en su componente no existe la legitimidad del proceso y del fin perseguido.
La ley, como producto político, puede ser buena o mala. Estar conforme con el bienestar colectivo, o atentar contra éste creando, su aplicación, daños y perturbaciones. Con frecuencia responde a intereses que no contribuyen -y en cambio afectan- al bienestar general y el desarrollo institucional de los pueblos.
Por eso el poder no practicado con equidad, moderación y prudencia, siendo su ejercicio abusivo, deviene en fuente de malestar social, de desorden y violencia.
La Reforma Constitucional del 2002, que restituyó la reelección, engendro histórico de males ancestrales, debilitó nuestra institucionalidad democrática, estructuralmente débil, preñada de enormes desigualdades económicas y sociales.
La dictadura de Trujillo, mantenido por el terror, ilustra; también el despotismo del balaguerato. Hoy el pragmatismo toma un nombre no menos perverso: corrupción y transfuguismo, signos generados por el afán omnímodo de perpetuarse en el poder con desprecio a la alternabilidad que facilita la pacífica y progresiva evolución de la sociedad dominicana dirigida hacia el bien social y el decoro de la nación.