Una mirada a la ciudad del aire

<p>Una mirada a la ciudad del aire</p>

POR LUIS O. BREA FRANCO
En su hermoso libro sobre Tolstói y Dostoievski, George Steiner indica que la contraposición del campo y la ciudad constituye uno de los aspectos primordiales a tener en cuenta cuando se haga una comparación entre la visión que caracteriza a ambos escritores. Subraya Steiner, que el motivo de la búsqueda de la salvación es común “tanto en la vida como en la imaginación de ambos hombres…”.

“Pero –continúa Steiner- en Dostoievski no vemos realmente la tierra prometida. El infierno dostoievskiano es el Grosstadt, la metrópoli moderna, y, más específicamente, el San Petersburgo de «las noches blancas»”. Esto es cierto y se refleja en Dostoievski desde su primera obra: “Pobre gente”.

Sin embargo, hay otro escritor ruso en que el proceso de separación del campo y la ciudad se presenta como un proceso único que desemboca en un estadio de desencantamiento de la vida, que opera como proceso regresivo.

En la obra de Gógol este proceso se desplaza desde un inicial ámbito aldeano, diáfano, solar, festivo, poblado por gente sana, fuerte, alegre y segura hacia otro territorio en que se sitúa la vida humana en un ámbito de dolor, violencia, destrucción, maldad y muerte.

En efecto, Gógol a medida que amplía su horizonte vital desde su originaria, agreste, Ucrania, hasta descubrir la caótica realidad de Petersburgo, va percibiendo que los humanos nos movemos en el interior de un proceso de creciente desertización de la vida; descubre con horror que la vida humana despliega, cada día con mayor intensidad, en un mundo marcado por la inhabitabilidad, por una creciente y deformadora inhospitalidad de la sociedad humana. 

Este proceso se hace evidente cuando enfocamos y consideramos el arranque de su obra, por ejemplo, desde su primera obra importante: “Las veladas de Dikanka” hasta los llamados “Relatos de Petersburgo”.

En su primer libro el mundo aparece aún optimista y jubiloso, la vida transcurre plena de sabor, gozo y equilibrio. El autor valiéndose de temas y personajes de la literatura popular y del folklor e influido por las corrientes románticas, entonces en boga, ofrece una visión festiva, poética, fabulosa, de su Ucrania natal, donde predominan los relatos humorísticos, las narraciones de terror, las historias de encantamientos y cuentos fantásticos, aderezados con descripciones que hacen referencia a otros tiempos, a costumbres y atavíos de sabor exótico, exuberante.

En el libro siguiente, “Los relatos de Mirgorod”, Ucrania ya no se manifiesta con la misma alegría desenfadada de la obra anterior, en este libro aparece el dolor, la violencia y la muerte como ruptura del nexo poderoso que une a todo lo vivo. Sin embargo, todavía la naturaleza viene considerada como supremo poder dador de vida; empero, todo lleva ya, la marca de la derrota, la pérdida de la armonía y la disolución de la unidad del ser humano. La lección de Mirgorod consiste en que el mundo se transforma en un lugar cada vez más vulgar, corrompido, innoble, donde el ser humano no hace nada para enderezarlo.

Pero no es hasta llegar a “Los relatos de Petersburgo”, cuando en la obra de Gógol aparece la realidad marcada por una sobreposición de diversos procesos de descomposición: por todas partes brota la mentira, el engaño, la locura, la muerte; nace el conflicto entre los humanos, el deseo de aplastar, de destruir al prójimo, de imponerle valores, leyes, obligaciones y comportamientos contrarios a sus deseos y tendencias; en suma, surge el afán, la pasión de condicionar, de limitar la libertad y el derecho de los otros según las conveniencias del propio beneficio, con miras a extraer la propia ventaja.

La ciudad de Pedro I es, para Gógol, un sitio inhabitable, un lugar donde todo es falso, donde la burocracia asume proporciones monstruosas, que aplasta y destruye a todo aquel que no esté del lado de los potentes.

Petersburgo nace –como es sabido- de la voluntad del zar Pedro I, el Grande, quien conjuntamente con la creación de una nueva capital emprendió una profunda reorganización administrativa del territorio para implantar un más intenso control político y económico.

Pedro impuso una división provincial, que a su vez subdividió en distritos y cantones; ordenó la reforma del calendario y emprendió un amplio programa de cambios económicos: la creación de monopolios sobre la sal, el tabaco, la resina y la potasa; impulsó la industria y abrió Rusia al comercio con las naciones europeas occidentales; llevó adelante un vasto programa de obras públicas, reformó el sistema tributario estableciendo un régimen de capitalización mediante el cual el Estado incrementaba sus ingresos, una decisión necesaria para poder mantener una belicosa política exterior.

El zar Pedro reglamentó, además, la burocracia estatal: creó para el servicio civil y la corte, un sistema de rangos calcados de los catorce grados del sistema militar. A partir de su instauración, con muy pocas variaciones introducidas en el curso de los siglos, la burocracia civil se extiende hasta el paroxismo, llegando a aplastar al ser humano -tanto a quien requería de un servicio del Estado, como a quien lo brindaba- bajo el peso de trámites escalonados en sentido ascendente que había que cumplir; esto dio origen a un corrompido sistema institucionalizado de tráfico de influencias; este sistema burocrático piramidal dificultaba, también, toda forma espontánea de relación directa entre los seres humanos, enmarcando las relaciones sociales en el interior de una estratificación sumamente articulada de grados, competencias, jerarquías y tratamientos protocolares.

Esta normativa, instaurada en el año de 1722, se mantendría vigente hasta 1917, año del triunfo de la revolución bolchevique, que la suprimiría.

En suma, Pedro I actuó según la usanza de la época como monarca ilustrado, pero entendía que las reformas eran una concesión otorgada por el poder, que era y permanecía absoluto y autárquico.

Desde su fundación, Petersburgo fue objeto del mito. La ausencia de una historia fue suplida por una mitología. Se produjo así la identificación de Petersburgo con Roma. La ciudad se entendía como la reencarnación, tanto de la «Roma eterna», como también de la «Roma condenada», de Constantinopla; esto produjo la doble posibilidad de relacionarla, al mismo tiempo, con la idea de su exaltación a la eternidad, como con la visión de su inminente perdición y hundimiento. 

Petersburgo aparecía en su significación simbólica y cultural como la utópica ciudad del futuro, fruto de la Razón; mas, igualmente, venía identificada como una imagen siniestra de una mascarada demoníaca obra del Anticristo.

La nueva capital nace en las intenciones de su fundador como puesto de observación, de avanzada, y como ciudad espectáculo. Surge como ciudad para ser vista y admirada, como gloria del Imperio, como “ventana a Europa”; y, además, como lugar de observación, contacto y seguimiento de lo que acaecía en Europa. Petersburgo desde su más íntima esencia se relaciona con la teatralidad y la espectacularidad. La existencia misma de la ciudad prescribe la necesidad de la mirada de un observador exterior, así como también cuenta, con su percepción por uno situado en el interior de Rusia.

El primero podrá situarse según los casos, en Europa o en Moscú. En su historia, según la perspectiva del espectador, Petersburgo sería percibida como «Asia en Europa» o «Europa en Rusia». El segundo espectador podía observar, igualmente, hacia Europa o hacia Moscú. Situado en la primera posibilidad podía tomar como modelo a Occidente, colocado en la segunda, pesarían más las tradiciones ancestrales de una Rusia milenaria, descendiente directa de la cultura griega y cristiana, heredera del Imperio bizantino. En ambos casos, engendrarían orientaciones y actitudes diferentes: el occidentalismo de unos, el paneslavismo de otros.

La ciudad y su mito se reunifican en la conciencia de su «artificialidad» y teatralidad. Ya, por ejemplo, en Chadaaev –aparece destacado el elemento teatral que representa las “fachadas de la ciudad que sirven más bien para ocultar la pobreza y el dolor de quienes la pueblan”. 

La idea de una fantasmagoría originaria está ya claramente expresada en la leyenda de la fundación de Petersburgo, que el escritor V. F. Odoyevski, alrededor de 1830, puso en boca de un viejo finlandés: «Se pusieron a construir la ciudad, pero por mucha piedra que trajeran toda se la tragaba el pantano; amontonaron muchas piedras, roca sobre roca, tronco sobre tronco, pero el pantano lo aceptaba todo y arriba sólo quedaba un cenagal. Mientras tanto, el Zar construyó un barco, salió a mirar todo aquello y vio que su ciudad aún no existía. “No sabéis hacer nada” —dijo a sus gentes, y con estas palabras comenzó a poner una piedra sobre otra y a construir en el aire. Así, él construyó toda la ciudad y la bajó a la tierra».

De esta leyenda encontramos huella en un poema del marqués Astolgo de Custine, que visitó Rusia en 1839 en un intento de encontrar argumentos contra Tocqueville: “No es posible contemplar sin arrobamiento esta ciudad / que surgió del mar por orden de un hombre y que vive / en lucha constante con el hielo y las aguas… Inclusive quien /no se maraville de ella, le temerá –del miedo al respeto hay muy breve paso”.  

El mismo escritor francés anota en sus “Cartas de Rusia”, el 12 de julio de 1839, sobre la ciudad que descubría y sobre el clima social que, según creía sentir, se respiraba en ella –en un testimonio que habla de la mirada europea occidental, exterior a Petersburgo, a la que me acabo de referir: “Esta ciudad es poco madrugadora; en este instante de la jornada me produjo la ilusión de un vasto espacio solitario. (…) Los movimientos de los hombres que encontraba me lucían rígidos y artificiales, cada movimiento expresa una voluntad que no es la de quien lo ejecuta. (…)  Esta población de autómatas asemeja a un juego de ajedrez, pues es un sólo hombre el que mueve las fichas y el adversario invisible es la humanidad. (…) Me luce ver la sombra de la muerte planear sobre esta parte del globo…”        

Por otro lado, el famoso crítico y escritor satírico, Saltykov-Shchedrín da testimonio de cuando en los años cuarenta, educado por los artículos de Belinski, se unió a los occidentalistas: «En Rusia, o mejor, en Petersburgo existíamos sólo físicamente (…); espiritualmente vivíamos en Francia».

La «mitología petersburguesa» toma cuerpo en Pushkin, Gógol y Dostoievski, y a través de ellos se introduce en la literatura universal.

Petersburgo es uno de los principales personaje de varias de las más grandes novelas de Dostoievski; está directamente presente en: “Crimen y castigo”, en “El idiota” y en “El adolescente”.

Sin embargo, habría que reconocer que el protagonismo de la ciudad no acontece en las novelas de Dostoievski porque sí, pues como justamente señala Steiner: “Lo que los lectores y espectadores de la quinta década del siglo XIX, conocían y temían era la agobiante extensión de la ciudad, particularmente cuando las crisis recurrentes de la revolución industrial la había llenado de oscuros suburbios y el rostro del hambre. (…)…la ciudad, después de la puesta del sol, será la «terra incognita» de la sociedad moderna”. La presencia de la ciudad será destacada en Balzac, Baudelaire, Dickens, De Quincey, Stevenson, hasta llegar al siglo XX de Kafka, Proust, Musil, Joyce y Camus.

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