Mario Dávalos Perdomo está bajando por la Lincoln

<p>Mario Dávalos Perdomo está bajando por la Lincoln</p>

POR MIGUEL D. MENA
Nació seis después de haber concluido los doce años de Balaguer (1966-1978) y ha sabido nadar a favor y en contra de la corriente, dejarse ver por los campos y bajar por la Abraham Lincoln en dirección al corazón de las cosas pre, post y extra modernas en el país dominicana.

Hablo de Mario Dávalos Perdomo, narrador y de paso, artista multimediático. Sé que aparte de sus amigos y afiliados, no muchos se habrán enterado de su libro de cuentos «Narraciones para incriminarme» (2003), lo cual es un hecho lamentable pero comprensible en un medio donde «lo que se lee» es lo producido por las buenas estrategias del marketing. Mario es un avis raris. No es un tipo del medio. No sé si será «un tipo de sea». Ojalá y no lo sea como para que en el Congreso se enteren de sus hazañas creativas.

Se le conocerá como fino artista, como publicista provocador, alguien que con su pinta podría administrar un hospital y todos saldrían contentos en dirección a la playa.

Ahora me detengo en el narrador y sus fintas. Comienzo como siempre, al leer narrativa dominicana, con aprehensiones. Leer es poner la alfombra de muchas otras lecturas. La ingenuidad es difícil. Uno busca más confluencias que sorpresas. Al final no sé si habrá un síndrome llamado «lectura de lo dominicano», que podría consistir en el arte de esperar lo que todo mundo sabe en un lenguaje que todo mundo habla.

Así comencé a leer los cuentos de Perdomo Dávalos: con máscara de gas, con traje de cátcher de los Yanquis de Nueva York, con la sospecha de que encontraría «más de lo mismo», etc.

Al poco tiempo las dudas fueron esfumándose. He sentido que estoy en Santo Domingo o lopaíse o en cualquier otra tierra, pero también he visto como la tierra que el narrador nos lanza al camino no es una el sentido de que se agote en su geografía. Estamos frente a un cartógrafo de inserta los viejos mapas en un verdadero catálogo de caminos y vías y también laberintos.

El sujeto estaba en primera persona, los adjetivos eran los justos, las descripciones, suficientes. A mitad de la lectura de aquellos cuentos había una especie de concatenación de tensiones que luego se esfumaban abruptamente en las últimas líneas. Ahí descansa el secreto de su eficacia narrativa. Estaba enfrente de un paisaje que era insular por esa familiaridad de los personajes, pero también extraños a la hora de adentrarse uno en sus vivencias. El autor se había salido con las suyas: el síndrome desapareció.

Mario Dávalos ha sabido sacarle provecho a los principios cinematográficos de la narración. Más bien parece que estaría haciendo guiones de cortos o de documentales, como si nos estuviese retrotrayendo a pinturas de la escuela flamenca compactadas por la mirada de un Edvar Munch.

El orden de una sala de cine y de una muerte que se produce, como en el cuento «El llanto de las viudas», nos revela esta capacidad de hacernos sentir «el estar ahí», como si el lector estuviese respirando al mismo tiempo que los personajes. Hay otro cuento suyo que narra un atraco por los lados del Parque Independencia y la referencia lejana podría ser un pedacito a «A reservoir dogs», del inconfundible Tarantino.

El resto de los temas es común a la narrativa contemporánea dominicana: los viajes, Nueva York, el campo que se lleva en la cola de un motor y la violencia de las yipetas en las Sin Cities locales. La gracia de este autor está en el ritmo de la prosa, en el gusto por las paradojas, en esa capacidad de presentarnos algún sabor local envuelto en los mitos o papeles de regalo del cine o de la música. Mario Dávalos Perdomo no nos agobia con «lo dominicano» ni escribe solamente para que los barberos en Jimaní puedan comprenderlo.

En su más reciente libro de cuentos –que esperemos salga antes de que Mario comience a acumular inéditos-, nos refiere a ese mundo de las paradojas, donde el niño prefiere ser pastor evangélico a pelotero o bachatero, porque al parecer así se consigue más dinero.

En «La sentencia» nos habla de los viajes ¿ilegales? a Puerto Rico. En otros textos estamos arribando a Europa, a La Habana, siguiendo de largo por Nueva York y volviendo repentinamente a los lados del polígono central, como si todo fuera un remedo de «De vuelta del futuro». En el cuento «Árboles rojos», uno de mis preferidos, convierte al Parque Independencia en la alfombra de Aladino o tal vez en el mástil de algún Titanic de creencias locales. Mientras el caso se investiga, sé que Mario sigue componiendo y descomponiendo eso que algunos llamarán dominicanidad y que yo prefiero pensar como alguien bajando por la Avenida Lincoln en una yagua.

Mario Dávalos Perdomo anda por ahí.

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