El poder de la vanidad o Gógol contra sí mismo

<p>El poder de la vanidad o Gógol contra sí mismo</p>

POR LUIS O. BREA FRANCO
Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, eterno sobreviviente de todas las conspiraciones que incubaron en Francia desde 1789 hasta que decidió retirarse, indemne, de la política en 1834; que fue ministro de Exteriores e influyente funcionario de alto relieve en todos los gobiernos, excepto del de Robespierre; formula en sus “Memorias”, una tesis sorprendente por paradójica, indica que la causa fundamental del estallido de la Revolución francesa fue “una pasión común a todos los hombres: la vanidad”.

Allí apunta: “En la Revolución francesa, dicha pasión no ha sido la única en figurar; ha despertado otras que ha convocado en su ayuda. Pero estas últimas han permanecido subordinadas a ella; han tomado sus colores y su espíritu, han actuado en su dirección y a favor de sus fines. Ha dado el impulso y dirigido el movimiento lo bastante como para poder afirmar esa tesis”. 

Entre las circunstancias que, confiesa el sagaz príncipe de Benevento, le sirvieron para pasar de una inicial intuición fugaz hasta hacerlo acreditar firmemente en esta visión, por así decir, oblicua, del acontecimiento político fundacional de la modernidad, Talleyrand señala la actitud asumida por políticos que habiendo podido conducir la situación por la vía de la reforma perdieron el sentido de la realidad, dejándose llevar, desbocados, por el sentimiento vano que los invadía de poder contar con una influencia omnipotente sobre los Estados Generales: “pensaban que el tercer estado –la burguesía- les atendería como a oráculos, que sólo verían a través de sus ojos, que no harían nada que no hubiese sido aprobado por ellos y no se servirían, en contra de sus opiniones, de las armas que ellos le ponían en sus manos. Ilusión que iba a durar muy poco. Arrojados de aquella cima donde sólo le había colocado su amor propio, y desde la cual se vanagloriaban de dominar los acontecimientos, se dirigieron a llorar en su retiro sobre aquellos males que no habían querido provocar, pero que si hubiesen sido más hábiles y menos presuntuosos, quizás habría podido evitar…”.

Por aquellos mismos años, otro escritor, teórico del Romanticismo y del liberalismo político, Benjamín Constant, afirmaba lo mismo que Talleyrand, pero enfocado de otra manera. Dijo -quizás pensando en sí mismo- que: “La manía de todos los hombres es mostrarse por encima de lo que son; la manía de los escritores es mostrarse como hombres de Estado”. 

Por mi parte me atrevo a completar esta observación, diciendo que también habría que considerar como muestra de vanidad y vacuidad, un comportamiento –común en nuestros días- a políticos y escritores: presentarse y actuar como dueños presumidos de un intelecto poderoso, capaz de descifrar todas las posibilidades teóricas y las consecuencias prácticas de lo que postulan como deseable y útil.

Muchos otros adelantan y actúan como dotados de ingenio profético y pretenden ser capaces de hablar con sentido y creativamente de todo con lo que, en su improductiva ociosidad, se topan. Esta manifestación de soberbia y vanidad es hoy día más común de cualquier otra “idea fija”. Ahora cualquier hijo de vecino se toma por supremo adalid de la teoría, dotado de una visión de águila para abarcar las más alejadas y estructuradas constelaciones de sentido. 

Nietzsche, ya desde sus primeros combates por descubrir las oscuridades cenagosas que encierra el alma humana, llegó a comprender con cristalina diafanidad los mecanismos y disimulos que utilizamos para hacer prevalecer en nosotros mismos y frente a los demás el sentimiento de poderío, fuerza y bienestar que produce dar rienda suelta a la propia vanidad.

En efecto, en su primer libro filosófico, en que muestra su brillantez dialéctica y su arte de escrutar en los sentimientos -en  “Humano, demasiado humano”- disecciona la pasión de la vanidad actuante en el «homo religiosus», que se reputa “abierto y desprendido de sí”; subraya Nietzsche: “Nunca ha hecho hombre alguno nada únicamente en pro de los demás o sin ningún móvil personal; más aún, ¿cómo podría hacer algo sin relación a él, es decir, sin motivación interna? ¿Cómo podría el ego actuar sin ego? …debería recordarse un pensamiento de Lichtenberg: «Es imposible que sintamos por otros, como suele decirse, sólo sentimos por nosotros. La frase suena dura, pero no lo es si se la entiende correctamente. No se ama ni al padre, ni a la madre, ni a la esposa, ni al hijo, sino a los sentimientos agradables que nos procuran», o, como dice La Rochefoucault: «Quien cree amar a una mujer por ella misma, se equivoca de medio a medio»”.

Nietzsche sostiene que generalmente el asceta trata de alcanzar “lo grande” por la fuerza de la excitación que le produce: “El hombre puede decidirse por una venganza terrible tanto por una terrible represión de su necesidad de venganza. Bajo el influjo de la emoción violenta, lo que a todo trance quiere es lo grande, violento, monstruoso, y si el azar advierte que el sacrificio de sí mismo le satisface tanto o más que el de otro, elige aquel. Lo que le interesa es la descarga de la propia fuerte emoción”.

He traído a cuenta estas reflexiones, pues me luce que sólo si se analiza y comprende desde la perspectiva de la vanidad, el egoísmo enfermizo y la necesidad de descargar las propias fuertes emociones para satisfacer la potenciación de una desmedida voluntad de poderío se podrá comprenderse el último giro que da la vida de Nikolai Gógol con la escritura y publicación de la obra: “Trozos escogidos de una correspondencia con amigos” y las consecuencias que este postrero salto mortal ha de tener para su obra y para el desarrollo de las ideas en la Rusia de su tiempo.

En marzo de 1845, de visita en Frankfurt, Gógol enferma y se siente cercano a la muerte: “Su cuerpo se reduce al esqueleto, la piel adquiere una coloración verdosa, las manos y los pies se hinchan, se tornan negros y los siente como algo muerto, helados; siente escalofríos y dolores insoportables en todo el cuerpo. Gógol le informa a sus amigos que está a punto de transitar de este mundo y hace testamento.

Sin embargo la muerte no llega; en poco tiempo mejora físicamente, pero le resta una profunda depresión, que nace por un lado de su condición de enfermo, como de su incapacidad de crear, de continuar la escritura de la segunda parte de “Las almas muertas”.

A principios de abril escribe a sus amigos que ha nacido en él un nuevo proyecto, la idea de un nuevo libro, que será breve y al mismo tiempo útil para la sociedad. Como luego confesará en la nueva obra: “Deseaba fuertemente dejar algo de mí que sirviera para que se me recordase dignamente. Doy las gracias a Dios por haberme permitido cumplir este ferviente deseo”.

La obra es: “Trozos escogidos de una correspondencia con amigos”. Su autor, en efecto, se dedicó con gran celo a seleccionar de entre sus cartas personales -tanto de las enviadas por él, como de las respuestas, solicitaciones y comentarios recibidos de sus amigos- trozos y citas de temas y argumentos que sirvieran a justificar su nuevo interés de defender los valores eternos de Rusia: El trono y la iglesia.

Gógol en esto actuó sin consideración para sus corresponsales, a quienes no consultó para hacer públicas manifestaciones e ideas que le habían expresado en diálogo fraternal y privado con el amigo.

En la correspondencia del tiempo en que elabora la obra señalada, donde justifica su necesidad de tratar los nuevos temas, emplea siempre el mismo argumento: Su única aspiración es hacerle un servicio a la sociedad, hacerse útil a ella con argumentos y experiencias que pudieran contribuir a la defensa de la religión y del trono; explícitamente subrayaba que no pretendía producir con esta obra, goce estético alguno; es más, descartaba, de ese momento en adelante, que volviera a intentar de forma alguna escribir teniendo por mira asunto tan banal.

Gógol, entre tanto –lo sabemos por sus cartas- sueña con el gran recibimiento que tendrá su nuevo libro en todos los estamentos de Rusia, pues ahora hablaría a todos sobre un tema trascendental y no meramente desde una obra destinada a producir placer estético y a divertir; sueña que sus palabras servirán para despertar conciencias e iluminar el futuro de su pueblo. Gógol, en breves palabras, se sueña alcanzando el estatus de profeta salvador de su patria.

Cuando entrega la obra al editor sugiere el nombre del censor apropiado para reconocer la enseñanza salvífica y darle inmediata salida a una obra que sólo traerá gracias a la perdida sociedad rusa. Incluso llega a sugerir al editor el tono y las palabras con que motivarlo a concluir con brevedad su misión: “Sois un hombre inteligente y podéis comprender inmediatamente que el libro contiene un mensaje serio que intenta suscitar la veneración por todo lo que nos ha sido puesto como norma por nuestra iglesia y nuestro gobierno”.

Frente a las desmedidas expectativas del autor el censor actuó con sumo celo y objetó casi una tercera parte de la obra. Luego Gógol se quejaría de que la obra publicada había sido desmembrada de partes esenciales y destruida su coherencia lógica. 

Con este libro el escritor buscaba, además de erigirse en maestro supremo de Rusia, cumplir con una nueva concepción de la escritura, que ahora debía actuar como un servicio civil en apoyo a las instituciones, como un deber contraído ante Dios, ante sus conciudadanos y el Estado. 

En verdad está el hecho de que Gógol llega a la idea de escribir esta obra apologética, fundamentalmente, cuando fracasa en elaborar la segunda parte de “Las almas muertas”. La aspiración a devenir profeta adviene cuando el escritor fracasa en crear una obra de arte plena, viva, que suscitara la admiración y el dilecto de sus contemporáneos.

El hundimiento del escritor creador produce en Gógol otra consecuencia, desde la publicación de “Trozos escogidos…” su autor deja de concebir la escritura como la puesta en marcha de un proceso que generaría credibilidad imaginativa a través de producir goce estético, lo que había sido su credo de artista; en cambio, comienza a hablar de perfeccionamiento y ascesis.

En síntesis, Gógol cambia de criterios sobre el sentido de la obra de arte y su función social. En esta transmutación se opone a sus anteriores principios estéticos que presiden sus mejores obras.

Por todo ello, podemos comprender que en sus últimos días, el escritor frustrado expresara su profunda insatisfacción por el resultado alcanzado en la escritura de la segunda parte de su mejor libro. Su aspiración de transformar el goce lúdico y la libertad creativa en enseñanza y prédica ética le hacía imposible aceptar lo logrado, y al mismo tiempo, el híbrido y mediocre trabajo producido repugnaba al subconsciente del artista. Fue por ello que decidió dar al fuego el manuscrito.

Como era de esperarse, la obra –publicada en 1847- cayó como una piedra sobre cristal, causando destrozos y escándalo; se activó la más furiosa polémica que jamás se hubiese desatado en Rusia, tanto a nivel público –en revistas y periódicos- como en privado –a través de cartas y reuniones para conocer y discutir la obra. Al final a Gógol sólo le quedaría lamentarse: “Nadie ha leído mi libro con espíritu sereno; aún antes de ver la luz se estableció un prejuicio, y cada quien lo ha leído a partir de un preconcepto”; éste ha sido el destino de la obra en los últimos 150 años.

lobrea@mac.com

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