La trampa del ahorro

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MARIEN ARISTY CAPITAN
Cuando papá llegó con las tres rústicas cajas de madera, realmente nos emocionamos. Eran nuestras primeras alcancías, hechas por un ebanista de esos de antaño, y de ellas dependía nuestro “futuro”. Comenzábamos, con muy pocos años, a entender lo que significaba ahorrar.

Al principio nuestras alcancías eran motivo de orgullo. Entrábamos todo tipo de monedas y a veces, cuando no nos dejábamos seducir por la fría coca cola y los bizcochitos del colmado, hasta entrábamos billetes de un peso (los de cinco los ponía papá, evidentemente).

Con el paso del tiempo nos costaba cada vez más tener el dinero dentro de la caja de madera. Y aprendimos, con la tenacidad propia de los niños, a sacar todo de la alcancía: desde las monedas, que salían por el agujero de entrada después de una suerte de oportunos movimientos; hasta las papeletas que requerían de un esfuerzo mucho mayor -tuvimos que aprender a despegar un poco las juntas de madera-.

Como nosotras, que jugábamos a engañarnos y a engañar a papá con unos inexistentes ahorros que terminaban en las manos del colmadero, el gobierno nos habla de un ahorro tan ficticio como infantil: mientras nos dice que reducirá el presupuesto de todas las carteras en un 15% porque hay que ahorrar, vemos cómo una parte de nuestros impuestos se destina a cosas tan superfluas como mantener la “jeepetocracia” oficial o hacer mil y una presentaciones de proyectos en hoteles de lujo.

Aunque el uso de las jeepetas es tan corriente que parecería un sacrilegio que un funcionario no tuviera una, resultaría interesante comprobar cuánto se podría ahorrar si nuestros burócratas utilizaran carros de menor precio y mucho más bajo cilindraje.

También sería oportuno recortar los cientos de asistentes que no se sabe a quién asisten porque cuando se busca su asistencia no ofrecen ningún resultado; o suspender los altísimos viáticos que cobran cuando se marchan de viaje con o sin el Presidente (en comisiones tan grandes como inútiles).

Otro recorte podría proceder si se suprimieran los organismos descentralizados en los que hay que pagar altísimas nóminas para que unos señores puedan dedicarse a opinar y ofrecer soluciones que sólo resuelven los problemas en el papel -¿cuántas comisiones nacionales tenemos ya; cuántas sirven para algo más que fomentar el nacional deporte del clientelismo?-.

Si nos vamos a otros detalles más cotidianos, podríamos eliminar los miles de teléfonos celulares que pagamos independientemente de que se utilicen para trabajar o enamorarse de la hermosa chica que trabaja de la oficina de al lado; y los gastos de representación que se pagan para que los fulanos hagan lo que tienen que hacer.

Son muchas las cosas que podrían hacerse, amén de deshacernos de alguna que otra oficina que duplica los esfuerzos que se hacen desde las secretarías, para que el gobierno cuente con los recursos que necesita sin que tenga que reducir dramáticamente los exiguos recursos que necesitan las carteras para poder trabajar.

Ya veremos cómo podrán lidiar Educación, Educación Superior (sí, doña Ligia, aceptamos su queja de que no peleamos por su presupuesto) o Salud con un presupuesto más bajo que el que tuvieron para este año. Serán muchos, nuevamente, los proyectos que se tendrán que engavetar.

La historia del gobierno con el asunto del ahorro no puede más que llevarme a recordar mis años de infancia: mientras decíamos que ahorrábamos, Pilar, Bego y yo destinábamos nuestros recursos a otras causas más festivas. La diferencia, claro está, es que nosotras no engañábamos a nadie y tan sólo nos ganamos la reprimenda de papá (quien al final se dio cuenta de nuestro “hurto”). Como nosotras, sin embargo, espero que algún día el gobierno aprenda qué tan importante es contar con algo ahorrado. Es que, y eso lo hemos vivido todos, la bonanza llega en un momento pero también se va.

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