“El arte de leer”

“El arte de leer”

Dedicado a mis estudiantes de “La Generación Encontrada”, especialmente a Rosalía Gómez de Caro, incansable lectora. Siempre pensamos que la literatura es firma de autor y arte de escritura.

No obstante, la literatura no existiera sin ese o esa lectora anónimo y fiel que a través de los siglos, desde que el explorador y mercader veneciano  Marco Polo, a finales del 1280,  nos regalara la imprenta descubierta en China e hiciera del libro el objeto más privado y profundo que un ser tenga en sus manos.

En sus aventuras navales, este capitán de una galera veneciana fue capturado por los genoveses y durante los tres años que permaneció prisionero dictó el relato de su viaje a un compañero escritor de profesión.

El material se recopiló bajo el título de “El descubrimiento del mundo”, también conocido como el “Libro de las maravillas del mundo”, estas narraciones constituyen el primer testimonio fidedigno del modo de vida de la civilización china, de sus mitos y de sus riquezas, así como de las costumbres de sus  países vecinos, Siam (Tailandia), Japón, Java, Conchinchina (que corresponde a una parte de Vietnam), Ceilán (hoy Sri Lanka), Tíbet, India y Birmania.

Pero, como señalaba Montaigne “leer es una deliciosa y privada actividad íntima que endulza la vida y eleva la inteligencia”.

 Michel Eyquem Montaigne, filósofo, escritor, moralista y político francés del Renacimiento, creador del género literario conocido en la Edad Moderna como ensayo,  en sus pensamientos y reflexiones metafísicas consideraba la lectura como una actividad de elevación mental y espiritual que necesita un ambiente, un espacio, un clima y disposición para que fluya la relación y el nexo de la emoción con la magia y el secreto de la inteligencia mental.

Leer es un arte porque como el teatro griego y la tragedia clásica tienen el referente del tiempo, lugar, y sentimiento. El o la lectora debe prepararse físicamente y psicológicamente para encontrar ese lugar privilegiado para leer; pero también, asechar el estado psicológico y el ánimo que le va a permitir por ejemplo, leyendo una obra como El Quijote de Cervantes, de fluir con la libertad y la fantasía del imaginario, y a la vez, compartir con el protagonista esa ingenuidad de existir, ese sueño y ensueño, apreciando también las sentencias del sentido común de Sancho y poderse detener en esa yuxtaposición de mundos quijotescos en el que la razón y la fantasía conviven con el sentido común y la sabiduría.

¿Puedo yo leer, entonces, las andanzas del Hidalgo y del Escudero en cualquier entorno y bajo cualquier clima, sin tomar en cuenta la disposición  cerebral y emocional?

 Leer es un ritual, un gozo, una comunión entre los protagonistas de una historia y el o la lectora, que se juntan por las tierras de Castilla La Mancha, prestos a enfrentar el león y creer como Sancho Panza que algún día seremos gobernadores de una isla…

Ahora bien, cuando entramos en estos mundos del imaginario y de la trama recibimos desde el duende de la escritura una responsabilidad que nos permite medir el genio que tiene un autor en conducir su historia, buscar la palabra, tirar las cortinas de la imagen y hacer de nosotros lectores, aprendices de su arte. Somos entonces los lectores, los pupilos obligados en ir más allá del encanto y del gozo, para entrar en la arquitectura de la palabra.

Es en este instante que “leer” es, ese ejercicio humanístico que nos invita a buscar, a indagar, organizar, adivinar y comprobar las fundaciones de la obra, y entonces, llegar a esa catedral que es y siempre será un libro.

Más allá del referente clásico y erudito, en esta relación del sueño y de la realidad que provoca la lectura, tenemos obras como Cien años de soledad, de García Márquez, que nos provocó el asombro y la meditación de Milcíades Buendía, para aterrizar con evidencia de Galileo señalando que  “la tierra es redonda como una naranja”.

¿Es perfecta la redondez de esa tierra hecha naranja? No pensemos que esta frase se quede en la guasa de la metáfora; esta máxima burlesca y épica llama a buscar los dobles y los triples sentidos de esta provocación de autor que responde a un concepto filosófico. 

Es ahí que la literatura provoca en lectores, la meditación, la reflexión, la comunicación y llama a buscar complicidades del espíritu para entonces organizar colegialmente –como decía el mismo Montaigne- “las afinidades y contradicciones del pensamiento”.

Invitamos por todas estas razones al respeto clásico y renacentista de la lectura como un ejercicio de elevación espiritual y humano que nos permite siempre gracias al libro permanecer en el espejismo del tiempo, de la historia y del drama humano.

Leer. Es una  enseñanza que debemos  fomentar  desde sus aspectos rituales, educando sobre  la necesidad  del recogimiento  y crecimiento que nos  ofrecen los libros en el concierto de todos los elementos  que  a través de la palabra  llevada  a la escritura nos  permiten mejorar  nuestra condición  humana.

Leer, es un privilegio, llevado al mundo de la inteligencia  y de la sabiduría que  nos nutre de lo más sublime del ser humano,  en su capacidad de  pensar y sentir en el regalo divino que tenemos, de ser conscientes de nuestras emociones  que abrazadas del laurel  de la razón hacen del libro y de la literatura el ingrediente más íntimo y apropiado,  para que la lectura sea el instrumento  fundamental del arte de vivir y de ser.

Seleccionamos “Las memorias  de Adriano”, de  Marguerite  Yourcenar, como uno de los mayores aportes de los ejemplos expuestos, que además, ejercen en nuestro pensamiento la síntesis más elaborada y  profunda del arte de escribir que  exige inconscientemente, el ejercicio del arte de leer. Esta obra, edifica y se impone al lector  con un ritmo  que en permanencia  obliga a detener  el espíritu y la reflexión, en un espejismo  permanente de complicidad  y enseñanza en el sentido de las  humanidades, lo que logra magistralmente  la autora,  y que ocurre entre él o la  protagonista de la obra,  su autor (a) y el lector, en una  trilogía de elevación de la vida.

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