José Molinaza

José Molinaza

CHIQUI VICIOSO
Me aprestaba a escribir un artículo sobre los premios nacionales y mi gran alegría por los galardones a José Acosta, especie de genio literario (a quien premiamos muy joven cuando nos tocara ser jurado del premio de poesía), quien ha ido demostrando su dominio de casi todos los géneros literarios con los múltiples premios nacionales e internacionales que viene acumulando, y ahora con una doble premiación en cuento y novela.

Me aprestaba, a celebrar los premios de poesía de Angela, de teatro de Disla, de ensayo de Plinio y de Jenny Montero en literatura infantil, y a sugerirle a Lantigua que para los próximos certámenes busque un jurado internacional para la absoluta tranquilidad de los y las participantes, y para que nada empañe el veredicto ya que una vez se publican las listas de jurados los escritores y escritoras exclaman ¡Si hubiera sabido que fulana o sutano eran jurados no concurso!, en esta media isla de hostilidades y fraternidades reconocidas y explícitas.

Me aprestaba a organizar los argumentos de ese mini-ensayo que es un artículo de periódico, cuando se rodó una serie de libros en el estante y literalmente cayó sobre la mesa el libro «Memorias de una sobreviviente», de Doris Lessing, por lo cual (como es de suponer) decidí abandonar el artículo y asumir su lectura. Y grande fue mi curiosidad al descubrir que la trama, como en el cuento de Julio Cortázar sobre la casa tomada, trataba del éxodo de toda una ciudad, invadida gradualmente por hordas de jóvenes migrantes que se instalaban en las calles y en los edificios abandonados, en la misma medida en la que la clase media, en un éxodo masivo, migraba del sur al norte y del norte a las afueras, sin que la policía o el ejército pudieran evitarlo porque, una vez intervenían y se iban, las hordas regresaban a ocupar los espacios:

«La banda se instaló en la calle, encendió una enorme hoguera y dispuso sus posesiones en una pila guardada por dos de los miembros, un par de muchachos armados con gruesos garrotes. Todo el sector quedó desierto, como había ocurrido ya antes. Las autoridades no podían encarar el problema, ni lo deseaban. En millas a la redonda todas las ventanas de las plantas bajas estaban cerradas y con las cortinas metálicas bajas».

Empero, lo interesante de esta novela es el proceso que se gesta en la narradora, la cual tiene un conflicto entre lo que está mirando y su concepción de la ciudad (la de su memoria) y la que estaba sucediendo ante sus ojos.

Creo que ese conflicto entre la realidad externa de la ciudad y el campo, entre el romanticismo bucólico de nuestras idealizaciones, de nuestros espacios, nuestras bibliotecas, nuestras terrazas, nuestras pequeñas rutinas y diversiones cotidianas y familiares, nuestros pequeños y grandes afectos, y la actual brutalidad de lo que acontece en la calle y en los campos de esta isla; esa extrañeza y ese pavor, es lo que experimenta la intelectualidad dominicana frente al asesinato de uno de su más apacibles, pacíficos y laboriosos representantes.

A José Molinaza lo conocí en Nueva York, cuando se hospedó, por varias semanas, junto con Mateo Morrison y Miguel Aníbal Perdomo, en mi casa. Era tal su parsimonia, tal su discreción, tal su comodidad y su apego a la casa y al tibio confort de sus espacios (era primavera y hacía aún mucho frío) que le apodamos «el gato». Lo único que no logramos que hiciera fue que se integrara a las labores de la cocina, pero era gentil y no inmutaba ante nuestras bromas. Luego nos encontrábamos aquí y allá, en nuestros ajetreos cotidianos y siempre que necesité un dato me aparecía en su casa y , él o Jenny con toda la generosidad del mundo me lo buscaban.

Profesor universitario, crítico literario, poeta, compilador de dos tomos sobre la historia del teatro dominicano y uno último sobre el Entremés de Cristóbal de Llerena, José era un investigador minucioso y un trabajador disciplinado, labor en la que amorosamente le acompañaba la escritora, hoy Premio Nacional de Literatura Infantil, Jenny Montero, su amada y amante esposa. ¡Es que yo no entiendo este crimen contra alguien tan amante de la paz!, me decía Jenny entre sollozos. ¡Nosotros hemos sido y somos gente de paz! («De hecho José estaba cultivando flores en su finca para hacer apiarios»). ¿Por qué a él precisamente?

Porque en esta guerra -sin retorno- que ya se manifiesta, los primeros en morir son los José Molinaza, esos que por carácter no desconfían de la gente, no andan con escoltas ni con armas. No pueden, ni les interesa, pagarse un servicio de guardaespaldas israelí, ni ostentar el aparente poder de los insignificantes, porque a nadie le quitan ni le han quitado nada y porque han hecho de su vida un servicio a los y las demás, un magisterio.

Que el dolor de su pérdida se convierta en una voz de alerta y en una determinación de los y las intelectuales de unir esfuerzos y luchar por la justicia social, para que nuestros hijos y nietos no tengan, como en la novela de Doris Lessing, que irse de esta ciudad, de este país. Y para que no tengamos que repetir, con Aida Cartagena en su Cantata para un Muerto: «Morirse no es un chiste ni un cuento. Tampoco es cine ni teatro de taquilla. En el filme morirse es un truco o juego. En el teatro es un dejarse que provoca en el público lágrimas, sopladera y uso del pañuelo».

En nuestra realidad «real» morirse fue el llamado del poeta José Molinaza, para que luchemos por la ciudad y la nación que amamos, porque -quérramoslo o no- ellas vendrán a nuestro encuentro.

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