Eugenio María de Hostos: su lema era educar en la verdad

Eugenio María de Hostos: su lema era educar en la verdad

Su prédica fue por el amor a la verdad y a la justicia, por un poderoso sentimiento de libertad, por el desarrollo de la razón, por formar hombres y mujeres dueños de sí mismos. Porque la vida, para él, no era un gabinete de historia natural ni estaba reducida a la imitación o admiración de las armonías de lo bello.

Consideraba monstruoso el escolasticismo y eunuco el clasicismo y entendía que la verdadera enseñanza que debía prevalecer en la sociedad ya cansada de revoluciones asesinas era la que se desentendía de los propósitos históricos, de los métodos parciales, de los procedimientos artificiales, atendiendo exclusivamente al sujeto del conocimiento, que es la naturaleza.

“Dadme la verdad y os doy el mundo. Vosotros, sin la verdad, destrozaréis el mundo y yo, con la verdad, con sólo la verdad, tantas veces reconstruiré el mundo cuantas veces lo hayáis vosotros destrozado. Y no os daré solamente el mundo de las organizaciones materiales: os daré el mundo orgánico junto con el mundo de las ideas, de los afectos, del trabajo, junto con el mundo de la libertad, del progreso, junto –para disparar el pensamiento entero-, con el mundo que la razón fabrica perdurablemente por encima del mundo natural”.

Eugenio María de Hostos reveló su sistema de enseñanza con humildad, después de cuatro años resistiendo embates y perversidades, en el discurso pronunciado el veintiocho de septiembre de 1884 en la investidura de los primeros maestros normales de la República, en su condición de director de la Escuela Normal fundada por él pese a todos los ataques e injustificada indignación contra el novedoso sistema que implantaba. Los graduandos en la ocasión fueron Francisco José Peynado, Félix Evaristo Mejía, Arturo Grullón, Lucas T. Gibbes, José María Alejandro Pichardo y Agustín Fernández.

“Todas las revoluciones se habían intentado en la República, menos la única que podía devolverle la salud. Estaba muriéndose de falta de razón en sus propósitos, de falta de conciencia en su conducta, y no se le había ocurrido restablecer la conciencia y su razón”, expresaba. La anarquía, agregaba, estaba en todo, como estaba en las relaciones jurídicas de la nación y estuvo en la enseñanza y en los instrumentos personales e impersonales de la enseñanza”.

Era indispensable, a su juicio, formar un ejército de maestros que militara contra la ignorancia, la superstición, el cretinismo, la barbarie. Y para ello era preciso “que esos soldados de la verdad pudieran prevalecer en sus combates, que llevaran en la mente una noción tan clara, y en la voluntad una resolución tan firme, que cuanto más combatieran, tanto más los iluminara la noción, tanto más estoica la resolución los impulsara”.

Para lograr ese fin, Hostos propugnaba por el desarrollo de la razón, es decir, “la capacidad de razonar y de relacionar, de idear y pensar, de juzgar y conocer, que sólo el hombre, entre todos los seres que pueblan el planeta ha recibido como carácter distintivo, eminente, excepcional y trascendente. Estamos para pensar, no para soñar, para conocer, no para contar, para observar, no para imaginar, para experimentar, no para inducir por condiciones subjetivas de la realidad objetiva del mundo”.

Esos postulados, confesaba el benemérito maestro, “han parecido a los irreflexivos de todas partes un atentado contra la naturaleza, y a los irreflexivos de por acá, un atentado contra Dios”. “Pero Señor, providencia, causa primera, verdad elemental, razón eficiente, conciencia universal, seas lo que fueres ¿hasta cuándo ha de ser un mal la aspiración al bien? ¿Hasta cuándo ha de ser aborto de la naturaleza el que más se esfuerza por ser su fiel hechura? ¿Hasta cuándo ha de ser un ofensor el que sólo quiere ser defensor de la razón?”, clamaba con evidente desesperación el alma inspiradora del método renovador que formaba hombres en toda la extensión de la palabra, con toda la fuerza de la razón.

[b]LA VERDAD[/b]

La verdad fue su estandarte. Reiteró su amor por ella en la investidura de los segundos maestros normales cuando entregaba a la patria a J. Arismendy Robiou, Jesús María Peña Barón y Rodolfo Coiscou. “Arma mejor es la verdad. No excluye la fe. El arma de la verdad no lastima las creencias, como lastima la fe dogmática la conciencia imbuida en otra fe. El arma de la verdad no hiere, ni mata, ni extermina como el ejemplo del mundo cuando nos abandonamos a él sin otro guía que la fe”.

Añadía: “Y si por algo es necesario educar tempranamente en la verdad al hombre, es para que desde temprano descubra la realidad de su conciencia y reconozca que la más alta entre todas las verdades que están al alcance de la razón humana, es que el hombre no ha sido concebido para ser instrumento del mal, sino para ser obrero concienzudo del bien. Así, providencialmente unida al bien, la verdad es la única educación completa”.

La luz propia de la verdad fue su eterno discurso. En el que pronunció en la investidura de las primeras maestras del Instituto de Señoritas Salomé Ureña, que acogió en su plantel, pese a las críticas, el controvertido modelo educativo, exhortó: “Nunca tengáis miedo a la verdad: si la veis, declaradla, si otro la ve por vosotras, acatadla. Por aviesa, por repulsiva, por aterradora que sea la verdad, siempre es un bien. Vuestro sol sea la verdad: enseñadlo al pequeñito, a los sencillos, al inocente… ¡Con verdades se hace un pueblo. Con verdades se hacen mundos”, postulaba.

[b]“SABIOS BLASFEMOS”[/b]

No obstante, estas enseñanzas objetivas, racionales, encontraron de frente al jefe local de la Iglesia, monseñor Rocco Cocchia, que refutaba estos conceptos, calificando de impías las escuelas hostosianas. Lo combatió el arzobispo Fernando Arturo Meriño, el padre Rafael Conrado Castellanos, y el egregio Padre Francisco Xavier Billini protestó solemnemente declarando que estas enseñanzas hacían al niño “material y panteísta”. Lo atacaron los ministros de Lilís, y el cura Juan Francisco Cristinacce, desde Puerto Plata, lo acusaba de pensador extravagante que humillaba la especie humana hasta el nivel de bruto, y exclamaba: “Satanás, siempre pugnando por ocupar el excelso trono del Eterno, se sirve hoy de esa generación de sabios blasfemos a quienes ha conseguido hinchar de vana ciencia y llenarle el cerebro de ideas falsas”.

Sin embargo, desde París, Luperón lo consolaba: “Prosiga su tarea adelante y sin inquietarse por las dificultades que presentárseles puedan todavía, ya usted lo sabe, que no hay mérito en hacer lo fácil, sino lo difícil. Hasta ahora solamente toca a usted las espinas, después cosechará las flores”.

Salomé Ureña casi llora en 1888 cuando el desencanto, por las presiones, se apoderó de Hostos que, repudiado por la perversa campaña contra su escuela, decidió abandonar el país, rumbo a Chile. La excelsa poeta, que en la primera promoción de su Instituto agradeció al Maestro con un poema, “Mi ofrenda a la Patria”, denunciando las pasiones levantadas contra el educador, ahora “consideró prudente rasgar el mutismo público y decidió pronunciar un histórico discurso en el acto de graduación, dedicado al vilipendiado Eugenio María de Hostos:

“Vengo a cumplir un deber sagrado, vengo a satisfacer en leve parte una deuda inmensa de gratitud. ¡Ah! Que por más que extreme el caudal inagotable del reconocimiento, esa deuda no se satisface por completo. Hablo, señores, de la deuda contraída con el Director de la Escuela Normal, con el implantador sincero y consciente del método racional de la enseñanza moderna en la sociedad dominicana”, manifestó.

Contó la llegada y exaltó la obra del mensajero de los rayos de las nuevas ideas, lamentó el encono y la hostilidad contra el maestro y aplaudió las voces de aliento que le animaron, calificando de duelo su partida. Y concluyó: “Adiós! Cuando en las horas tranquilas que te esperan bajo otro cielo, acuda a tu memoria un pensamiento de amargura en el cual palpite el nombre de mi patria, piensa también que hay en ella corazones amigos que te recuerdan y almas agradecidas que te bendicen”. Hostos regresaría después a la República Dominicana, donde murió en 1903. Sus restos descansan en el Panteón Nacional.

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