Perdonar, una virtud-defecto

Perdonar, una virtud-defecto

Entre nosotros exhibimos una virtud que solemos convertir en defecto, a la que no acabamos de encontrarle un punto medio. Me refiero a esa facilidad que tenemos de prodigar perdones sin que nos lo pidan. Absolvemos sin reparar en daños ni ofensas, conviviendo en armonía con nuestros agresores. No les reclamamos explicaciones, ni les hacemos cumplir penitencias; y en un santiamén, en el momento del óbito, de manera muy criolla, cambiamos villanos en santos, colgándoles el apelativo de «el pobre», para que disfruten de la gloria eterna.

Pedimos poco y justificamos en demasía. Basta con un gesto noble, una acción digna, un viraje a tiempo, y al instante sepultamos desaciertos y malquerencias. Pueden ser esbirros, paniaguados de la tiranía, o delincuentes políticos de la actualidad. Nos da lo mismo, regalamos indulgencias plenarias a manos llenas sin pedir nada a cambio.

La clase política depredadora, y esos servidores públicos que ella entroniza, reciben benevolencias inmerecidas. A ellos, imposibilitados a la hora de reconocer desaciertos, garantizamos tranquilidad y sosiego. Esa virtud-defecto del dominicano permite seguir adelante, transformarse – quizás de buena fe – o cambiarse de traje para seguir bailando la bachata del sube y baja.

Ha pedido perdón el Papa, nuestro enaltecido cardenal, y hasta el rey de España pidió perdón a sus súbditos; presidentes, pastores, senadores, y primeros ministros, han mostrado pública contrición. La humillación, cuando cabe, enaltece y reivindica. Pero aquí nadie pide clemencia ni se arrepiente. Se mueven, cambian, renuncian, tratan de hacerlo mejor, pero sin reconocer equivocaciones. Desconocen la grandeza de la autocritica, no existe para ellos. No creen en exámenes de conciencia.

Imagino la indignación que podría sentir un ruso si alguien intentase convencerlo de los buenos sentimientos de Stalin, porque disfrutaba por las tardes las visitas de su familia; o la de un judío, frente a un veterano de la Gestapo insistiendo en la ternura de Hitler, ya que se deleitaba viendo películas de “Blanca Nieves” (favoritas del genocida). Pero aquí hay cuentistas que encantan y ganan amigos narrando orgullosos simpáticas aventuras con “El Jefe”, o anécdotas de aquellos tiempos en que se entretenían paseando por las ergástulas del SIM. “Y todos felices comiendo perdices”.

El dominicano debe dejarse de tantos perdones al vapor y tanta tolerancia desmemoriada. Reclamemos disculpas a los hombres y mujeres que nos dirigen. No es mucho pedirles para lo mucho que hacen y deshacen. Si quieren nuevas oportunidades, no continuemos poniéndoselo tan fácil; que confiesen sus pecados. Nada de aplausos sin arrepentimiento. Pueden seguir nuevos caminos pero, antes de bendecirlos, que se excusen.

Es verdad, no todos han delinquido, pero está claro que se taparon las narices, esquivaron las denuncias, vieron y callaron; fueron negligentes, egoístas, y en exceso tolerantes. De alguna manera, cómplices. Por supuesto que tienen derecho a enmendarse, magnífico, pero, ¡caramba!, que muestren ánimo de enmienda. Deben protagonizar algún ritual de purificación, decir públicamente que lo hicieron mal. No seamos tan generosos, que las virtudes pueden ser grandes defectos

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