A 123 años del natalicio
de Pedro Henríquez Ureña

A 123 años del natalicio<BR>de Pedro Henríquez Ureña

MIGUEL COLLADO
Un día como hoy, 29 de junio, pero de 1884, nace  en Santo Domingo, específicamente en la casa de dos pisos ubicada en la calle Luperón a esquina Duarte, en la Zona Colonial  el insigne humanista Pedro Henríquez Ureña, quien habría de fallecer el 11 de mayo de 1946 en Buenos Aires, Argentina.

Su madre, Salomé Ureña de Henríquez, y su padre, Francisco Henríquez y Carvajal, le iluminaron, de niño, la senda que habría de seguir toda su vida en procura de los más fundamentales valores espirituales, morales e intelectuales.

 El ilustre autor de Seis Ensayos en Busca de Nuestra Expresión (1928) y de Las Corrientes Literarias en la América Hispánica (1945, 1949), acumuló saber y divulgó conocimientos, consciente de que la misión más elevada de todo maestro consiste en dar y contribuir con la unidad de los seres humanos, por lo que se oponía a las diferencias raciales y a las actitudes egoístas.

Su visión del mundo y de las cosas, su pensamiento todo, lo hacen ver, a 123 años de su natalicio, como un ser demasiado adelantado para su época.

El mundo de hoy  y, ¿por qué no?, el de mañana, también  necesita de hombres capaces de reconocer que es Pedro Henríquez Ureña un modelo ejemplar de ser humano a imitar: como hijo, como hermano, como amigo, como esposo, como humanista, como maestro y como ciudadano de América.

Los países que visitó y amó lo acogieron como si fuera su legítimo hijo (Cuba, México, Argentina y España, por ejemplo) y ellos sembraron en la mente y en el corazón del insigne humanista dominicano el ideal, la utopía, por una América unida, única, hermanada.

Su conducta nunca se distanció de ese ideal, pues su grandeza siempre estuvo cimentada en su condición de hombre íntegro, defensor de sus principios a costa de cualquier sacrificio que le pudieran imponer las azarosas circunstancias que, con frecuencia, hubo de enfrentar, a veces por razones políticas, a veces por razones económicas, a veces por la incomprensión  o la ingratitud con que, por lo general, son perseguidos los seres con luz como Don Pedro Henríquez Ureña.

En su afán por dar cada vez más de su saber, Pedro murió en Argentina, en el tren que lo conducía al Colegio Nacional de La Plata. Su hermano Max, en Hermano y Maestro (1950) describe, con hondo dolor, la forma trágica en que muere, inesperadamente, el hijo que Salomé Ureña habría de confiar al porvenir:

«Apresuradamente se encaminó a la estación del ferrocarril que había de conducirlo a La Plata. Llegó al andén cuando el tren arrancaba, y corrió para alcanzarlo. Logró subir al tren. Un compañero, el profesor Cortina, le hizo seña de que había a su lado un puesto vacío. Cuando iba a ocuparlo, se desplomó sobre el asiento. Inquieto Cortina al oír su respiración afanosa, lo sacudió preguntándole qué le ocurría. Al no obtener respuesta, dio la voz de alarma. Un profesor de Medicina que iba en el tren lo examinó y, con gesto de impotencia, diagnosticó la muerte. Así murió Pedro: camino de su cátedra, siempre en función de maestro».

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