A confesión de parte…

A confesión de parte…

Autoridades nacionales han admitido que en este país se incumplen controles dando pie a violaciones de normas y leyes en perjuicio del patrimonio público e incluso con riesgos para la vida de los ciudadanos. En un primer caso han reconocido que no saben lo que sindicatos hacen con el flujo de combustibles subsidiados que reciben a un costo de muchos millones de pesos de los contribuyentes en apoyo al transporte público pero que diversos testimonios e investigaciones han determinado que tales carburantes en buena parte son comercializados por redes mafiosas. Un tráfico que solo es posible por omisión, negligencia o complicidad de gente del propio Estado. Prohijan la impunidad.

Sucede además que en el país solo 150 empresas llenan requisitos para distribuir tóxicos de fumigación en el territorial nacional. Al así informarlo ciertas autoridades lo que hacen es admitir que alguna área del propio Estado se hace de la vista gorda ante todos los otros negocios irregulares pero muy visibles, que van a casas y establecimientos, aplicando sustancias de un alto potencial para matar insectos pero también a seres humanos. Por último, el contrabando de combustibles le está costando al erario 900 millones de pesos al año. Es decir, un comercio complejo y voluminoso, de pocos y exclusivos distribuidores autorizados, es usado para defraudar al Fisco como si no existieran organismos en capacidad de impedirlo.

UNA FAMILIA RECLAMA JUSTICIA

En vez de dejarse reducir a la inercia y cruzarse de brazos para mascullar su impotencia, la familia Caamaño Vélez, progenitora del joven Carlos Francisco cuya vida fue segada por el desafuero de un gatillo alegre, ha estado manifestándose con gestos enérgicos -con sus padres Claudio y Fabiola a la cabeza- contra la negación de justicia que se expresa abusivamente en reenvíos constantes por más de dos años en la jurisdicción de Baní.

Su campaña para que el proceso culmine debería ser motivo para que el sistema judicial como un todo se dinamice con decisiones de sus máximas autoridades, a fin de que en ningún caso los tribunales tarden sin motivos valederos en completar casos en perjuicio de víctimas, querellantes y hasta de los propios acusados. La justicia tardía equivale a injusticia; hiere dignidades.

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