A distancia de un recuerdo

A distancia de un recuerdo

Esto lo he aprendido en alguna de esas reuniones con gentes que creen que la vida humana tiene siempre un eco en la distancia. Eco de siglos, a veces, como el doce del mes pasado. El eco de aquella palabra pronunciada en un grito desde lo alto de aquella frágil nave: ¡T I E R R A !
Otras veces no tanto. Quizás sólo el término de una vida. Hoy, ahora, están a la distancia de mi recuerdo dos amigos. Uno a lo lejos, otro a lo corto.
Yo era un niño, y Miguel otro niño y jugábamos pelota y otros juegos. Miguel era un niño pobre. Y al igual que otros niños pobres de mi pequeño pueblo, venia por el vecindario y generalmente frente a mi casa, con su batea llena de guineos y plátanos y alguna otra fruta o vianda que la gente de su casa le había mandado a vender.
Estos niños, con frecuencia bajaban la bandeja, la ponían en algún lugar a su vista, y armábamos algún juego. Los niños de las bandejas y yo, y algún otro niño que no vendía con bateas. A Miguel le gustaba imitar un pelotero que jugaba el «shortstop» de un equipo muy bueno que había venido a jugar a nuestro pueblito. A Priscila, que así se llamaba el pelotero de marras, y que además tenía una ligera cojera, Miguel lo imitaba tan bien que se ganó entre los muchachos el nombre de Miguel Priscila.
Junto a los grandes aguaceros que caían en Pimentel en la temporada de lluvias y que yo disfrutaba casi desnudo bajo los chorros de agua que venían de los tejados, y el humo y el ruido que dejaban al pasar frente a mi casa aquellas locomotoras al vapor del primitivo tren, hoy aparece también en mi recuerdo, Miguel Priscila.
La pérdida de este otro amigo es más reciente. Y dado que su muerte fue, para todos, muy sorpresiva, también más dolorosa. Octavio Delgado murió de setenta y pico. Ahora que casi todos sus amigos andamos cerca o después de los noventa.
Sí, fue su muerte sorpresiva y dolorosa. Octavio partió a mitad de semana y apenas el sábado anterior, como otros muchos sábados, lleno de vida, nos regalaba sus conocimientos y su afecto en la última de sus reuniones.
Con sus audiovisuales y sus comentarios, siempre amenos, actualizados, y su gran poder de convocatoria, Octavio llenaba cada sábado, para los habituales de sus reuniones, un espacio allá adentro que no hay maneras de describir con palabras.
Nos conocimos en La Habana, en los tiempos que su padre, médico, venía en Jeep desde un pueblito en Pinar del Río donde casi termina la isla. Venía con frecuencia a La Habana a ver a su hijo estudiante.
Nos encontramos de nuevo en Miami, ya Octavio hablando de sus viajes y otras experiencias en estas muy especiales reuniones de los sábados.
Hoy, mi amigo Octavio, aquí cerca, a la distancia de mi recuerdo. Casi percibo el olor de aquel café de las reuniones sabatinas que tan amablemente brindaban muy ilustres mujeres cubanas.

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