A Domingo Liz “in memoriam”

A Domingo Liz “in memoriam”

El tiempo cruel ha multiplicado los cortes de la guadaña mortal: desde los últimos años del pasado siglo se han ido varios grandes del arte dominicano. Ahora, la partida de Domingo Liz ha dejado a familia y parientes, amigos y  compañeros, discípulos y colegas, historiadores y críticos, abismados todos en la congoja.

Se le veía frágil, se le sabía enfermo gravemente, sin embargo, para nosotros Domingo era como el árbol que se dobla, pero no se puede romper…

Probablemente, su última satisfacción haya sido la noticia del Premio Nacional de Artes Plásticas.

Hace dos semanas exactamente,  decenas de sus fieles se habían reunido con su esposa Meche y su hijo Pablo, invitados por Myrna Guerrero a compartir vivencias. Si bien él no estuvo presente, los testimonios se hicieron tan alegres, fidedignos, emotivos… que creíamos tener al “centinela perenne del Ozama” –palabras de Danilo de los Santos- a nuestro lado. Embargados por el entusiasmo y el cariño, casi lo vislumbramos recibiendo pronto la distinción que un creador y humanista excepcional ya tenía en nuestros corazones, nuestra admiración, nuestra consciencia.

Fue su vida recta, justa, obsesivamente entregada, e incuestionable es que, como profesional del arte, Domingo Liz ha probado una polivalencia excepcional en su generación, demostrando igual oficio y nivel en la escultura, el dibujo, la pintura, y, además de la práctica incansable y la enseñanza brillante, él escribía y manejaba la teoría como ardiente polemista y defensor de ideas, pensando que el arte es un eterno retorno. Lo querían, le respetaban, reconocían su liderazgo: era un maestro.

Lo que ha sido, lo que lega. Domingo Liz es capitaleño de nacimiento, de estudios y de vida: vio el día en Santo Domingo en el 1931; se formó en la Escuela Nacional de Bellas Artes; residió en la cercanía del río Ozama. De rara precocidad, salía de la adolescencia cuando obtuvo su primer galardón nacional y siguió cosechando premios en los certámenes mayores. Docente estelar, ejerció el profesorado en la academia y la universidad estatales, durante cerca de medio siglo.

Él expuso poco individualmente -no le parecía prioritario y su autoexigencia era infinita-: ¡una muestra personal, paralela a la IV Bienal del Caribe, se consideró casi un milagro! Ahora bien, orgullo de las colecciones públicas y privadas, su obra se destacaba única e inconfundible, en muchas colectivas importantes de  República Dominicana  a Puerto Rico, Estados Unidos y Europa.

Podríamos decir que Domingo Liz se convirtió en máximo hacedor de la línea, luego que él había sobresalido como escultor. Así, no han sido igualadas sus tallas en madera, ligeras, alzadas, elipsoidales, orgánicas, sugerentes de la naturaleza, y su alejamiento definitivo se inscribe en las desventuras de la escultura dominicana y la arbitrariedad de los premios. En sus incontables e indisociables pinturas y dibujos que, después, fueron su territorio exclusivo, el juego, el humor, la sonrisa afloran, pero la impronta lúdica y el goce de la contemplación ceden ante una meditación sicológica y sociológica, nacionalista, dominicana y universal. Como García Márquez y Macondo en la literatura, los modelos barriales y el Ozama de Domingo Liz se proyectan hacia la humanidad…

“Todo verdadero artista tiene que echar raíces profundas en su medio”, lo dijo Domingo Liz, y él lo ha hecho.

Sus obras, que nutren la gran arboleda del arte dominicano, son memorias que nos ha legado, patrimonio imperecedero. ¡Hasta siempre, Domingo!

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