A Enriquillo Sánchez Mulet

A Enriquillo Sánchez Mulet

LUIS MANUEL PIANTINI MUNNIGH
Cuando muere un poeta, muere una flor y un haz de luz celestial rasga el firmamento, trayendo en su lomo aquella estrella fugaz que labró su nombre al nacer, para morir con él. Porque el cielo es de los poetas, porque no tienen cabida en este mundo material del hombre virtual. Porque el hombre con su violencia cotidiana atropella y expulsa de su hábitat, el alma sencilla y escrutadora del hacedor de palabras.

Al fraguador de ilusiones derrotadas por una vida que nos ahoga y encierra en un torbellino de gozos fraccionados en las boutiques y grandes bulevares. Al recolector de los despojos alucinantes que va rechazando el hombre. Al que construye paraísos perdidos en hojas de papel en blanco.

Conocí a Enriquillo Sánchez hace 37 años, cuando de mi vivienda cruzaba a la suya para conversar sobre poesía. El hogar de sus padres era una fábrica de teclas desgastadas y tintas consumidas las veinticuatro horas del día. ¡Que laboriosidad impenitente! Parecían espectros que batallaban por conquistar los alaridos nocturnales de una Remington que espantaba el sueño a todos los vecinos.

Eran tiempos de acciones y versos comprometidos con el surgimiento de un hombre nuevo, que ha devenido en viejo demasiado pronto, con sus cargas de gérmenes y virus de infidelidades y decepciones. Aquellos versos y acciones se llenaron de polvos y mohos, arrinconados en el armario de una esperanza que huyó entre el viento de los huracanes.

Con la pérdida de la esperanza también se van escapando los poetas, a construir sueños e ilusiones en nuevos mundos donde Dios reclama su presencia. Como reclamó en otros tiempos, cuando comenzó a desvanecerse la esperanza, la temprana presencia de Francisco del Rosario y de su admirador y compañero de ideales y fatalismos Manuel Nemesio y de René y de Orlando, aunque la Patria todavía delirante y enternecida con sus héroes de Abril,  llorara sus irreparables ausencias.

Ahora, cuando no queda nada, porque en nada nos hemos convertidos, Dios, el optimismo forjador de paraísos, convoca en su Parnaso la temprana presencia de Enriquillo, el filósofo de vida, el caballero de costumbres, el de estilo innovador y de cadenciosa prosa, para que le asista a construir nuevos ensueños, que cubran con el manto del olvido, las frustraciones de una tierra, que no mereció la bondad de su paciencia.

A su esposa e hijos, y a Doña Evangelina Mulet, una madre cuyo corazón ha desbordado todas las heridas, mis afectos y los de mi madre Milagros, su amiga de juventud, para que Dios les conforte en las penas por sus dolorosos ausentes.

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