A golpe de palabras

A golpe de palabras

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Era martes. Hacía, para variar, mucho calor. Entonces llegué a Los Tres Brazos, un barrio popular en el que la gente parecería reproducirse por segundos, y descubrí que mis quejas de estudiante estaban infundadas: yo nunca tuve un motivo real para lamentarme. Aunque rápida, la conclusión llegó a mí cuando me agaché en el suelo del cuarto curso de básica. De cuclillas, apoyada a la pared del aula, sin quererlo compartía la «silla» de más de diez infantes: los fríos y duros mosaicos.

Colocarme allí no fue casual. Un niño, toda sonrisa, me pedía que me colocara junto a él para que nos tomaran una fotografía. Tras el disparo del flash, cuando me levanté de ese espacio que acababa de robarle a otro pequeño –quien tuvo que echarse a un lado para que yo me sentara–, sólo se me ocurrió preguntarme hasta qué punto seremos indolentes con quienes luchan tanto para poder aprender.

La situación de la Escuela Santo Tomás de Aquino, sin embargo, no es tan patética como la del liceo que funciona en el mismo plantel: allí los muchachos reciben clases un día sí y un día no a causa de la falta de butacas. ¿Lo mejor? Algún día, cuando uno de esos chicos salga del liceo y de la universidad, nosotros lo criticaremos duramente por la escasa formación que tendrá. Pero, ¿nos preguntaremos en ese instante qué hicimos para que pudiera tener una educación de verdad? No.

A estas alturas, tras arribar a los tres años cubriendo la fuente de Educación, todavía me preguntan por qué me afano tanto en escribir reportajes sobre escuelas que están en precaria situación. Muchos, sin conocerme, argumentan que hay alguna motivación política detrás de cada una de las líneas que se publican.

Aunque no me hace falta defenderme, hoy quiero hablar de las razones que me inspiran. Como el primer día que llegué a la redacción, cuando estaba el PRD en el poder, sigo creyendo que la única forma de lograr que el gobierno se sensibilice con los problemas del sistema educativo es mostrándoselos. A nadie, hasta donde sé, puede dolerle aquello que desconoce.

En aquella oportunidad me tildaban de peledeísta. Ahora, supongo, seré perredeísta o reformista. Da igual. Como no tengo más banderas que las del Licey y el Real Madrid, poco importa que cada cuatro años me cambien de bando.

Lo que sí espero, después de aguantar hasta insultos, es que algún día pueda sonreír y decir con orgullo que ganamos la batalla. ¿Cuándo sucederá? Cuando el Estado, sin importar el color que lleve el Presidente en el corazón, comience a invertir en Educación.

Hasta ahora todos han hablado de la importancia de la educación. Ninguno, sin embargo, ha invertido verdaderamente en ella. A pesar de los problemas de capacitación de los maestros –a quienes, a juzgar por la miseria que ganan, tampoco se les puede pedir mucho–, de lo patética de la infraestructura de los centros, de la carencia de butacas, de las inciertas políticas educativas… todavía se pelea cada centavo que se destina a la cartera oficial.

La semana pasada la titular de Educación, Alejandrina Germán, solicitó un presupuesto de más de 36 mil millones. La suma suena alta, altísima. Sin embargo, tomando en cuenta que cerca de la mitad se iría en pagar los salarios, esperamos que el Gobierno y el Congreso no lo rebajen demasiado (lo harán, estoy segura, como de costumbre).

Pensemos, por ejemplo, que para terminar los 529 proyectos de infraestructura que recibieron de la gestión pasada y reparar los existentes, Educación necesita al menos dos mil quinientos millones de pesos. Para sentar a los niños que reciben clases en el suelo, casi 400 millones.

Éstas son sólo dos de las necesidades de Educación. Hay, por supuesto, muchas más. En su nombre escribo. Es que, a diferencia de muchos, mañana no quiero sentirme culpable. Por ello, a falta de recursos para apadrinar un centro o para donarle butacas, sólo me resta contribuir a golpe de palabras. Con ellas, como arma y sostén, espero que se logre algo.

m.capitan@hoy.com.do

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