Su cuerpo incinerado, hecho polvo, libre de pecado. Su alma, ennoblecida por sus afanes, surcando Espacios siderales infinitos hasta alcanzar La tierra prometida; esa que aquí luchando nunca lograste.
LA PARCA, la que vuelve siempre, la que no se cansa de volver con su guadaña a cuesta, nos arrebata otra prenda de indescriptibles colores de la lírica: su poesía, su don de escritor de fuste, su inveterada condición de periodista veraz, independiente; este personaje admirado, querido por su talento y su bonhomía a quien conocí siendo un mozalbete aventajado, viéndonos con frecuencia en el Edificio Copello de la calle El Conde iniciado el fragor de la lucha libertaria por el retorno al poder, sin elecciones, del derrocado profesor Juan Bosch y de la Constitución del 1963, la más progresista y democrática de nuestra vida republicana, lucha convertida en Guerra Patria cuando el cobarde invasor, patrocinado por la OEA y una pandilla de gobiernos militares sumado a malos dominicanos, enardeció el sentimiento patriótico del pueblo decidido a dar su sangre generosa por la libertad y la soberanía de nuestra nación: “Que Quisqueya será destruida, pero sierva de nuevo jamás”.
Un día de esos, como tantos otros, surgió nuestra cálida y hermosa amistad, cimentada en esos valores y principios que perduraría con el tiempo, sin interrupción, sin flaquezas.
Entonces el Edificio Copello servía de sede provisional del Gobierno del coronel Caamaño y alojaba también la Dirección de Prensa y Propaganda bajo el mando del actor y dramaturgo Franklin Domínguez acompañado por un privilegiado “staff” de locutores experimentados de primer orden procedentes de la entonces Radio Televisión Dominicana, de un selecto grupo de intelectuales jóvenes que comenzaban a destacarse y de periodistas de fuste, identificados y comprometidos todos con aquellos ideales patrios que hizo posible la tenaz resistencia junto con los combatientes civiles y militares constitucionalistas, hombres y mujeres que fusil en mano enfrentaron al grosero invasor y a los golpistas antipueblo, bajo el llamado de la voz vibrante de Luis Acosta Tejeda que se esparcía por las ondas hercianas: “Un día más dominicanos y la moral sigue en alto”… y el canto viril de Aníbal de Peña que aun resuena: “A luchar, a luchar, a luchar, a luchar soldado valiente….”
Juan José, John Joseph, como le llamaba, nunca dejó de luchar con su pluma, sus poemas y su estilo propio de decir las cosas por su nombre, sin claudicaciones. Nunca dejó de ser el hombre sencillo y honesto que practicaba las virtudes del hombre justo, sus obligaciones como padre y esposo ejemplar, protector de su hogar y de su honra.
Quizás nunca llegué a su intimidad. A ser su confidente, pero sí su amigo al que recibía con un abrazo correspondido que enaltecía nuestra amistad en cada encuentro sin necesidad de decir palabras sumergidos en aquellos imborrables momentos que le dieron cimiente y vida auténtica a una amistad marcada por aquellos sucesos hasta el final de sus días.