A la memoria de los entrañables Leonora Ramírez y Leo Hernández

A la memoria de los entrañables Leonora Ramírez y Leo Hernández

Periodista Leonora Ramírez

Por Luchy Placencia

A fines de la década de 1990, los periodistas del vespertino Última Hora, luego desaparecido, éramos un poco de todo, de todo lo que debe ser un periodista en su locura; porque un periodista sin un toque de locura es un simple escribiente en una realidad mutante que no permite entendimiento sino desde, por y para la locura creativa y esperanzada.

Hacíamos periodismo bajo la sabia dirección de Ruddy González. Y produjimos grandes historias, grandes titulares. Me permito decir que en Última Hora lo hacíamos bien y que, en ocasiones, rozábamos la excelencia; pero también fuimos filósofos, economistas, literatos, sexólogos y consejeros en todos los temas humanos y divinos.

En esos días en que Vivian Jiménez admiraba la belleza de un varón diciendo en voz alta: “¡Por un demonio así, cualquiera se quema en las llamas del infierno!”, Leonora Ramírez le aconsejaba: “No le pongas cadenas a tu líbido”, para añadir luego: “No le temas a tus demonios, déjalos salir”. Pero, por lo bajo, comentaba: “Es que cada buenmozo tiene una Fefita”.

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Y parece que a ese tiempo de éxtasis contemplativo de la belleza sensual, se refería Ruddy cuando dejaba escapar de sus labios reflexiones como esta: “Hay segundos que parecen vidas”.

Mientras Abinader Fortunato le espetaba por teléfono a sabe Dios quién, “tú tienes una especie de atarraya mental”, Manuel Quiroz se lamentaba de estar “jodido en las postrimerías” de su vida; y Ligia Minaya daba “por soñado todo lo vivido”. Leo, el mensajero, filosofaba a su vez: “En esta vida, todo es pasajero, menos el chofer”.

Insomne como la sabíamos, Vivian confesaba: “Soy un caos con apariencia de normalidad”. Para aliviar su angustia, Leonora le repetía: “Es bueno que cada quien exorcice sus vainas” y corría a La Tarde Alegre a “rebuznar” sus “lamentos”, no solo por Vivian y por ella misma, sino porque “este maldito periódico está erosionando la sonrisa de (Ignacio) Brea”.

Llamaba la atención que Francis Arias viviera en “un estado de incandescencia incompatible con la vida” y que Federico Cabrera le hiciera ver a una muchacha “la conveniencia de que mirase para otro lado”; para, a continuación, admitir sin reparos ser poseedor de “una seriedad muy frágil”. Librándolo de culpas, un empleado de archivo, el hermano Geovanny, casi lo convencía de que “las mujeres son obra del demonio”.

Como tratando de empoderarse de una fortaleza real o imaginaria, Pedro Ángel Martínez declaraba, proyectando el pecho: “¡No me voy a someter al insondable bailoteo de los boches de todo el mundo”. Luego, Vivian lo tranquilizaba diciéndole que los dolores del alma tienen cura; pues de lo contrario “el mundo estaría vacío”.

A veces, Leonora agotaba su “baúl de argumentos”, ante la insistencia de Pedro Ángel de que, para ser feministas auténticas, las mujeres debían pagar la cuenta siempre.

Yo, ante tantas variaciones de sonidos armónicos o desafinados, mantuve y mantengo mi respaldo irrestricto a un discurso preclaro y visionario, el de Leo Hernández: “Todos tenemos derecho a comer”

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