Hace una semana exactamente, al terminar la proyección de la película cubana Suite La Habana, por esas cosas tan locas del pensamiento, tan sin sentido y al mismo tiempo tan justas pensé que un personaje infaltable de nuestra suite por componer, de la Suite de Santo Domingo debía ser Porfirio Herrera. Debí presentir su muerte porque hacía unos días lo tenía en mi pensamiento, sobre todo después que pasamos con Mauro por la Avenida Independencia y miré el antiguo local de Nouveau y recordé algo que me habían dicho de que se había mudado a la calle Santiago.
Quien escriba o componga de esta ciudad no podrá prescindir de esos personajes que dan el color, el sabor y el sentimiento de una ciudad.
Pulsar la cuerda del rapsoda para rescatar una ciudad postrada, escribir una suite tan necesaria para rescatar la memoria de una ciudad transformada en un lugar ruin y violento. Pensé en los personajes de esa suite aún no escrita, y como la casualidad no existe pensé en El Porfi, El Gordo, El Fenicio. Que se yó, viste como diría la canción de Piazzolla. Todos esos nombres con que lo bauticé a lo largo de los años, nombres que le provocaban risa, y por los cuales lo llamé a lo largo de veinte años de amistad. No estoy hablando de nadie más que de Porfiro Herrera Franco. Y si lo pensé a él como figura emblemática de esa suite debí pensar que él era necesario, casi diría imprescindible para encontrar la bocanada de aire fresco, de entusiasmo y de generosidad para pulsar la cuerda que libere a una ciudad postrada, para convocar a uno de sus hijos más auténticos, más vitales y más nobles. Y no me sale nada más que un montón de lágrimas y de pena por alguien que fue para mí un amigo entrañable. Conmovido el Santo Domingo del arte, todo el mundo manda correos electrónicos para darle el reconocimiento que ni por asomo podemos pagar, la deuda impagable que tenemos, no sólo los que lo tuvimos de amigo sino el mundo del arte de Santo Domingo y del Caribe. Lo que soy como artista y como creadora se lo debo a él porque en 1984, cuando de la mano de Micki Vicioso llegué al centro de Arte Nouveau, él fue el impulsor, el enamorado del arte, el rocambolesco amigo que abrió las puertas de su galería para que hiciera grabado, para que expusiera las acuarelas de Nicaragua y para que de su mano diera lo mejor de mí. Nadie sabe lo que albergaba ese enorme corazón de oso. Enamorado del arte, de la vida, de los amigos, capaz de consentir los caprichos de Teté Marella y de pintarle de negro completo la sala de Nouveau para que lucieran más y mejor las piernitas de cerámica diseñadas por ella, capaz de inventar un viaje a Mayaguez y montar a todos los artistas, pintores, escritores escultores, grabadores, fotógrafos en el Ferry a Perto Rico, y en el delirio lograr que hasta Manuel Rueda subiera al barco. Cuando le dije en el noventa que estaba desanimada y que no iba a participar en la Bienal me hizo invitarlo a cenar, eligió los grabados que más le gustaron, se los llevó, los enmarcó y me obligó a presentarlos en la XVII Bienal Nacional de Artes Visuales por la que fui premiada. Tenía el corazón y el ojo directo como una flecha de plata. Fue capaz de sacrificios por todos y cada uno de los que llegamos a él como artistas. Paro todos hubo palabras de aliento, empuje, una idea nueva, una posibilidad. Todos los artistas de Santo Domingo, pintores, grabadores, críticos, galeristas , todos tenemos una deuda de gratitud para con él.
El gordo tenía esa cosa imposible de hallar en una sociedad corrompida y malsana. El gordo practicaba la empatía, la amistad, el entusiasmo, la piedad, el te quiero así y ahora. Por eso era capaz de cocinar los más ricos sancochos en mi casa de Arroyo Hondo para homenajear a Enio Iommi , un escultor argentino invitado por el MAM con motivo de los quinientos años del descubrimiento de América. Era capaz de armar una exposición en un instante con el rollo de grabados de los cubanos que yo había llevado con la certeza de que el gordo iba a exponerlos. Con él inicié sin saberlo las crónicas de cultura en aquellos preciosos boletines de Nouveau. Hace un tiempo atrás, me preguntó qué se había hecho de aquella grabadora de garra, le dije que sentía que tenía que cambiar, que quería hacer otra cosa, escribir tal vez, que no sabía si me iba a salir bien pero que lo iba a intentar. Se quedó callado pero mucho después, y de esto hace poco, me volvió a llamar por teléfono, me contó algunas miserias del mundo del arte y a continuación me dijo que su llamada era para decirme, que lo que escribía le gustaba tanto o más que los grabados. El era así, un ingenuo, era precisamente como lo que etimológicamente quiere decir la palaba: un nacido libre. Era un oso cariñoso, un noble, un pedazo de pan, pero sobre todo fue la dínamo estimulante de los artistas de Santo Domingo.
Fue Mauro el que escuchó por radio el anuncio de su muerte. Cuando Mario Tolentino y Mary Loly Severino confirmaron lo irreparable, sentí una pena profunda, una furia inconmensurable ante la injusticia de que un tipo tan puro y bueno hubiera acabado así sus días, tan a destiempo y tan lastimado.
Es posible que él encarne lo que esta ciudad ruin y hostil puede hacerle a sus hijos. Pensé que el mejor homenaje que podemos tributarle entre todos es componer esa suite de Santo Domingo donde el gordo Porfirio sea su taumaturgo, su brujo mágico, su emblema de futuro, de genio creador de generosidad rampante.
Y que a diferencia de Amanda Gautier, el personaje que cierra la Suite La Habana con un gancho al estómago cuando dice que es una empleada jubilada, de 89 años, que prepara maní para sobrevivir y que ya no tiene sueños, compongamos esa otra suite nuestra. La de Santo Domingo, donde El Gordo Porfirio, sea ese gancho directo pero al corazón. Y que como Porfirio Herrera tenga sueños a pesar del desamor, que los haga realidad a pesar de la traición y que nos siga regalando fe y esperanza a manos llenas aún después de la muerte.