POR GRACIELA AZCÁRATE
Las crónicas escritas por Angela Peña sobre las devastaciones del Archivo de Música Nacional me dieron una enorme tristeza. Después salió la vieja pendenciera con ánimos terroristas y justicieros pero recordé al entrañable José Saramago cuando dice que él escribe de la gente buena y sin demora recordé a Zunilda Pierret y lo que hicimos desde el Centro de Recuperación, Conservación, y Difusión de la Música Dominicana, en aquel lejano 1999.
El 20 de marzo, llamé a su casa para pedirle que nos ayudara en el Rincón de la abuela de Conani, el esposo desconsolado me contó que Zuñilda había fallecido el sábado 18 de marzo. Estaba en deuda con ella, con su recuerdo, con la amistad que me dispensó. Para los que laborábamos en el Teatro Nacional y en el Centro de Recuperación, trabajar con aquella señora fue un honor. Si de algo estamos orgullosos, aquel equipo de servidores públicos es el de haber contribuido a homenajear en vida a una de nuestras glorias de la música y la cultura.
Como romántica impenitente que soy revisé la colección de revistas de Teatro, las fotos de aquellos años tan creativos, desanduve los corredores del Teatro Nacional y reviví aquellos meses en que, entre todos hicimos realidad el sueño de Zunilda. Miré las fotos de ternura desarmante de aquel matrimonio de ancianos que nos visitaron con la música para niños guardada en una vieja maletita. Lloré a lágrima viva. Después pensé que no había mejor homenaje que transcribir el relato de lo que pasó aquel 19 de julio del año 2000.
A crecer cantando
El cancionero infantil de Zunilda Pierret
Hace 46 años, en la escuela número 8 Bernardino Rivadavia, de un pueblito de la provincia de Buenos Aires, tres divisiones de chicos de seis años empezaban la vida escolar. Mirábamos preocupados a las tres maestras asignadas para primer grado inferior. Me tocó en suerte una india mapuche, vieja, petisa, fornida y con apellido italiano. Haydeé Paganini tenía una hirsuta cabellera, blanca en canas y con un vozarrón estentóreo en el patio de la escuela nos daba órdenes y ponía en fila. Era acelerada, mandona, eléctrica, tenía bigotes y manos de campesino. Tímidamente, mientras nos sacábamos el lastre de tener seis escasos años, entre almidones, delantales blancos y trenzas empezamos a hacerle burla, a dibujarnos bigotes y a soñar que nos cambiábamos el apellido para pasarnos al otro primero inferior, el de la maestra joven, bonita y sin bigotes.
Ella era también la maestra de de música y dos veces a la semana en el patio cubierto, al lado del escenario y en un precioso piano vertical nos enseñó a cantar.
A partir de esas tardes de sol, cantando con la maestra Paganini, todo cambió .Todo tomó otro curso, la vida ganó en color y la música nos ganó de la mano de aquella inenarrable maestra de canto.
Allá en lo alto/ un águila guerrera/ audaz se eleva/ en vuelo triunfal/ azul un ala del color del cielo/ del color del mar/ es la bandera de la patria mía/ del sol nacida/ que me ha dado Dios.
Así, cantaba melodiosamente la maestra Paganini, todo se transformaba, ya no era la petisa recia y gritona y sus manos no eran de campesino, la ceiba de l patio se preñaba de flores cuando cantaba con su voz inusual las marchas de la patria. Los chicos nos arremolinábamos alrededor de su piano y aprendíamos solfeos y pentagramas con una señora que de pronto se había convertido en un pájaro cantor. Seria y cauta me le acerqué una tarde para pedirle que me deletreara despacito lo del águila guerrera que audaz se eleva, para copiar la letra en el cuaderno, porque me sugería cosas y me ponía alas. Cariñosa, me subió a sus faldas y entre los pliegues de su delantal blanco, almidonado y con olor a sol me abrió unos libros llenos de marchas y canciones para chicos. Copié la letra con detenimiento y cada mañana mientras izaban la bandera y cantábamos Aurora yo me imaginaba que tenía alas, el recio vuelo de un águila y como una flecha de plata me clavaba en el firmamento. Como los principios de bondad, ética y solidaridad que aquella vieja maestra nos inculcó, traduciéndonos viejos cancioneros de otras partes del mundo. Ajados, manoseados y en otros idiomas ella me los fue dictando, despacito, contenta de que aquella pequeñita la siguiera encandilada, tratando de averiguar qué era lo que cantaban los chicos de otras partes del mundo.
No sólo me enseñó a leer y a escribir, me enseñó montones de canciones y cómo entonarlas. Me fue pasando hoja a hoja unos viejos cuadernos de música de un ancestro italiano, que emigró a la Patagonia y se los dejó en prenda. Ustedes se preguntarán a qué viene este cuento de mi vieja maestra de canto. Recuerdo que cobró vida, cuando días después de la inauguración del Centro de Música, una mañana me visitó Zunilda Pierret de Morel. Su esposo la acompañaba y en una vieja maletita llevaba un cancionero infantil dominicano inédito. Por años había tocado puertas para que lo imprimieran y los chicos nuestros tuvieran que cantar. Mientras conversábamos y me contó su vida dedicada al violín, su academia de música con el método Susuki y cierta desazón que le fue creciendo en el alma. Ciertas preguntas que se empezó a hacer, dudas de si valió la pena tanto sacrificio, porqué la frondosa escuela se había quedado diezmada y sobre todo la reiterada pregunta de si era mala maestra.
Zunilda Pierret se había olvidado que vivimos en una isla del tercer mundo, que la ingratitud y el descuido es el atributo de sus hijos, que la globalización, el mercadeo y el dinero se han erigido en el nuevo Moloch. No es que sea mala maestra, es que los principios de honestidad, sensibilidad y ternura se han cambiado por un individualismo exacerbado, por una codicia de cuatreros californianos o de piratas de La Tortuga. Cuando le pregunté como le preguntaba a la Paganini cómo sonaban esas canciones, Zunilda Pierret de pronto se quitó los años, como quien se quita un vestido. Tiró por la borda los años de silencio y olvido y cantó las canciones que por años compuso para ver crecer cantando a los hijos de sus hijos y a todos los niños de su entorno. Cantó como quien desgrana una mazorca, para que los ideales no se vayan a pique, para que la vida sea vivida recta y sincera como una flecha de plata.
Zunilda y la Paganini se confundieron en una sola maestra de canto .El norte y el sur se invirtieron, el frío y el calor se alternaron, los tiempos se mezclaron. Dejé los 52 años que tengo para recuperar las trenzas y el delantal blanco, floreció una ceiba centenaria y un águila imperial, audaz se elevó, apuntando a un mundo más justo, encarnando al desterrado que logra siendo desvalido como los niños, las mujeres y los viejos patearle el tablero a los poderosos. Con la serena paciencia de los apasionados, desde hace tres meses hemos ido dándole forma al cancionero para niños de Zunilda Pierret. Ella es incrédula, se pone nerviosa, sabe que es una ambición largamente acariciada, pero teme que no haya candidatos que sumar a su pasión. Radhames Simó digitó en la computadora las partituras, Natacha escribió el prólogo y buscó auspicios, Mauro diseñó unas viñetas graciosas y una portada con flores y niños cantando.
Laurina Vázquez está ensayando con doce voces blancas un sueño de muchos años, Dinorah hizo subir las gradas para que los chicos del coro se ubiquen, don Ramón imprimió unas invitaciones con una ronda de niños cantando. Música, canto, pinceles, diseño gráfico, partituras, todo se conjugó para dar forma a un sueño.
El sueño esta noche se hace realidad. No es solamente el sueño de Zunilda Pierret. Es el sueño de todos.
Palabras leídas en la puesta en circulación del Cancionero Infantil Dominicano de Zunilda Pierret por Graciela Azcárate, Directora del Centro de Recuperación, Conservación y Difusión de la Música Dominicana. Organismo adscrito al Teatro Nacional mediante el decreto presidencial N0 343-99 del 12 de agostote 1999.