A lomo de Rocinante
Don Atila estuvo en Nagua

<STRONG>A lomo de Rocinante</STRONG><BR>Don Atila estuvo en Nagua

FEDERICO JÓVINE BERMÚDEZ
La Gándara fue el primero en hacerlo constar, cuando afirmó que los dominicanos «montaban a caballo con una destreza que solo podría ser superada por los miembros que conformaron la Horda Dorada» Tal juicio, quizás pensado con la intención de dejarlo caer como un insulto, fue el más encendido y conceptuoso halago vertido por un extraño de sus capacidades, a las habilidades para la monta desarrolladas por los jinetes criollos, desde los tiempos iniciales de la colonia, hasta los tiempos de la Anexión.

Centauros que para esas épocas, y casi hasta nuestros días desdeñaban las sillas, y galopaban con sus filosas espuelas espejeando y desgarrando los ijares ensangrentados de las bestias, lanzándolas al combate donde a golpes de mandobles, de sables y olvidados hasta de Dios, construirían el solar, la Patria o el espacio que cada quien adivinaba como posible por dentro de su alma.

Tiempos duros dedicados al asalto de las barricadas, y de las inexpugnables polleras de las apetecibles damas que desde entonces se daban por estos andurriales, sin que fueran ni por un asomo combatientes, como la Juana Saltitopa, que siempre supo andar de coronela braveando de fiestas en fiesta, hasta que fue sorprendida por la muerte. O como la Secundina Reyes, que de señora de horca y cuchillo de sus predios, devino durante muchísimo tiempo en asaltante de caminos y de oficialías trasnochadas, en las juridisciones conformadas en las viejas tierras del Hato Mayor del Rey.

Pero de que fueron jinetes, lo fueron. Secundina le contó a mi protoabuelo el licenciado Luis Arturo Bermúdez, quien le sirvió como abogado en uno de sus múltiples casos, cómo pudo contestar el fuego de la emboscada en tanto escapaba a galope tendido, por entre la metralla de los contrarios.

-«Adió licenciado, agarrando la jáquima con lo deo de lo pie y er jilo de lo diente, ei reto e jitoria, pa que yo se la cuente». Luperón en Guanuma, al saber que se enfrenta a la muerte, ordena a los artilleros: ¡Abran fuego carajo! en tanto galopaba hacia el cerrado pelotón español, rompiendo la formación, borrando con su mandoble los ángulos y el reglaje de los disparos, salvando a sus hombres y perdiéndose en la retaguardia del «Batallón de La Reina», para continuar encendiendo la manigua.

Con Atila nos encontramos una mañana en Nagua, mientras hecho el pendejo chequeaba las evoluciones de unos motoconchistas: – ¿Qué hace usted aquí? Le pregunté sobrecogido de espanto: _Mirando la forma en que montan estos tártaros, y pensando que si yo lograra realizar la leva de un ejército con hombres de esas capacidades motoconchísticas, podría volver a intentar la conquista del mundo, esta vez con ciertas garantías de triunfo. Porque todas las evoluciones que hacen estos cabrones en esos motorcitos, las quise yo hacer siempre al lomo de mi caballo, y nunca pude encontrar, como estos, la forma de afincar una pierna en medio de la calle, para girar sobre ella hasta que el zapato me oliera a ajo. Entonces, o éstos son jinetes más versados que nosotros, o los motores son mejores elementos para ser utilizados en una guerra, que los tristes y esmirriados caballitos. Yo le juro a usted poeta, que con cien de estos tártaros motorizados yo le marcho a Nueva York ? y me lo meto en un bolsillo.

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